Música clásica desde 1929

Gustavo Gimeno
Enero 2025 - Núm. 990

Gustavo Gimeno

La ilusión de trabajar en grupo

Gustavo Gimeno (Valencia, 1976) regresa al Teatro Real para dirigir un montaje de Eugene Onegin coproducido con el Liceu de Barcelona y la Den Norske Opera de Oslo, donde se estrenó con gran éxito bajo la dirección escénica de Christof Loy. De nuevo, se enfrenta a una ópera rusa (en marzo y abril de 2022 dirigió en el Teatro Real El ángel de fuego de Prokofiev) y lo hace en medio de la comprensible expectación que despierta su incorporación a la dirección musical del coliseo madrileño a partir del próximo mes de septiembre. 

Ambos asuntos acaparan la mayor parte de una conversación mantenida por videoconferencia, en la que el director valenciano se muestra tan prudente como comunicativo. Desborda ilusión y entusiasmo por el trabajo en equipo de los días precedentes y por el que aún le espera en el largo mes de ensayos que aún queda por delante en el momento de la entrevista.

En sus elogios hacia la minuciosa labor de Christof Loy y la dirección artística de Joan Matabosch, se advierte no solo una sincera admiración por ambos, sino el orgullo por formar parte de un grupo en el que confía hacer una aportación significativa durante los próximos años. 

 

Me gustaría saber qué significa para usted dirigir una ópera como Eugene Onegin, que tiene un lugar tan emblemático en el repertorio ruso…

Estos últimos meses, siempre que he hablado con algún músico y le he dicho que iba a hacer ópera, que volvía al Teatro Real, la reacción ha sido la misma: “¿Y haces Onegin? ¡Qué bonito!”. Además, Joan Matabosch contaba hace unos días al equipo, al cast, que sí se ha dado Eugene Onegin en Madrid en el pasado, pero con la compañía del Bolshoi. Es la primera vez que el Teatro Real lo presenta y siempre supone un aliciente más ser parte de la historia de un teatro y aportar algo con una producción de uno de los grandes directores de escena como es Christof Loy, bien ligado a la casa, al Teatro Real. Christof va a estar todo este periodo aquí, desde el primer día hasta el último, hasta que llegue el estreno y unos días más, lo que también da muestra de lo importante que es para él trabajar cada mínimo detalle. Para mí, es una gran satisfacción trabajar con él, en una producción que se presenta por primera vez el Teatro Real, con un reparto fantástico y una obra maravillosa. El mismo Tchaikovsky decía que se daba por satisfecho si el público llegara a sentir una ínfima parte de lo que él había sentido componiéndola. Me parece una frase muy bonita y relevante; también es una obra intimista, que concibió no para un gran teatro como el Bolshoi, sino con cantantes jóvenes en los roles principales y, de hecho, se estrenó en un teatro pequeño [Teatro Maly]. Él quiso hacerla con artistas abiertos mentalmente y mayor cercanía con el público. Es una obra tan bella que estoy disfrutando mucho desde el primer día. En fin, volver al Teatro Real me genera mucha ilusión.

Ha dicho que es la primera vez que trabaja con Christof Loy. ¿Ha trabajado con algún miembro del reparto con anterioridad?

No, pero nuestro encuentro ha sido muy fácil, muy fluido y no tengo duda de que vamos a tener un buen periodo de ensayos y buenas representaciones porque hemos establecido muy buena química. En realidad, la edad o la generación es casi irrelevante si conectas, si estás alineado mentalmente, espiritualmente. Por otro lado, creo que también Christof aprecia mucho trabajar con gente a la que conoce. Él ha trabajado con todos ellos en varias ocasiones, así que hay confianza, que es una palabra clave para mí cuando se hace música. Él tiene mucha confianza en ellos, él se conoce y sabe que el trabajo va a ser minucioso y en detalle. Para mí, es un gran placer y un honor ser parte de todo ello.

Ya que habla de trabajar el detalle, ¿podría destacar algún elemento específico de la partitura que suponga un desafío para el director de orquesta?

Todo es un desafío, porque yo no doy por sentado nada; no pienso “Ah, esta pieza no es complicada”. Alguna vez escuché a un colega decir “esto no es complicado”. A mí me parece que cada línea de hacer música puede resultar complicada, porque cuando el reto que te marcas es hacerlo lo mejor posible, ya sea en función del sonido, el contexto, la emoción o la relación entre lo que sucede en la escena y en el foso, nada me parece fácil. Sí me parece relevante que al comienzo de Eugene Onegin, como ocurre con las introducciones de algunas óperas de Verdi, uno tiene la sensación de que solamente dos compases y unos intervalos y armonías muy bien elegidas suscitan una emoción y ya transmiten de alguna manera toda la trama, esa melancolía, una búsqueda, un sufrimiento, una ansiedad interna, un deseo no realizado, una tensión emocional, ya sea interna o en la relación entre los personajes. También me ha llamado mucho la atención, que tiene algo muy clásico, simétrico, limpio y emocionante a la vez, que te hace pensar en la música de Mozart o Schubert. Hay algo muy clásico en la organización horizontal de una frase o de un recitativo y en la estructura de la partitura, que está delineada de manera clara, bella. Es obvio que no es música de Mozart, aunque ayer mismo, ensayando el cuarteto de voces acompañado solo por pizzicatos, me recordaba a sus óperas. Pero también es obvio que estamos ante el Tchaikovsky más clásico y que, con economía de gestos y de notas, con esos leitmotiv y esos giros melódicos, consigue crear ambientes y momentos muy bellos. No es Mussorgsky ni Borodin. Creo que el auténtico desafío es darle el tiempo a ciertos momentos musicales o teatrales, comprenderlos, creer en ellos, de manera que tengan una profundidad y verdadera relevancia. El reto es conseguirlo con esa aparente simplicidad o con esas pocas líneas o con una pausa; aunque la estructura sea flexible, siempre tiene que haber un rigor, una simetría para intentar conseguir esa emoción, que no tiene que ser necesariamente siempre a flor de piel...


¿Qué puede hacer un director para que la orquesta amplifique esas emociones, las haga llegar verdaderamente?

Es complejo. Cuando se hacen las lecturas, en ocasiones los músicos no conocen la obra. No pasa nada: lo grande de la música es que nos juntamos con un propósito común que nos va a unir. Lo importante es que, como director, tengas claro el camino, el objetivo, los parámetros, el carácter, el estado de ánimo, las ambigüedades, las sombras de una línea, dónde se apresura, dónde se relaja… Luego, todo eso tiene que ser realizado por los músicos, que son los que tocan, pero tu labor como director es intentar transmitirlo, encontrar la manera de lograrlo, sabiendo dónde quieres llegar y visualizando o imaginando un sonido, un carácter o una textura a partir de la partitura, de la historia. No tienes necesariamente describir verbalmente cada escena [a los músicos], pero sí al menos debes transmitir con los brazos y con pocas indicaciones cuál es el carácter que persigues.

Supongo que el camino es largo…

Cuando nos juntamos con un ensayo a la italiana, las cosas adquieren mucho sentido para los músicos porque, al escuchar las voces, la comprensión de la obra es claramente superior.  Lo más difícil viene antes, con las lecturas con orquesta. No se trata tampoco cada segundo, pero hay aspectos que requieren mucha explicación, mucho esfuerzo de coordinación: “aquí voy a hacer esto”, “aquí voy a hacer aquello”, “en este recitativo son dos notas cortas con carácter”, “aquí, más relajado, con vibrato”… Se dan muchas indicaciones técnicas, pero no deja de ser una búsqueda, una fase preparatoria para las representaciones. La idea tiene que estar lo más clara posible. Pero entonces comienzan los ensayos de escena y te das cuenta de que aún estás muy lejos del objetivo final. Cuando trabajas con un gran director de escena como Christof, disfrutas muchísimo, porque tienes alguien con quien puedes decir: “¿con qué carácter crees que está pronunciando esta frase?”, “¿crees que hay un punto de orgullo o hay una condescendencia o hay un rechazo?”. Y te paras a pensar cómo eso va a influir en lo larga que sea una pausa, cuánto tiempo te tomas la intensidad de un forte o cómo de dulce es el sonido. En los ensayos de escena, te das cuenta que eres incapaz de llegar por ti mismo a saber lo que quieres musicalmente y con precisión en cada momento. Sí, es cierto, tienes una idea base, una estructura, pero mucho contenido emocional y muchos detalles se definen en los ensayos de escena, con un director sensible que conoce bien la obra, que también tiene sus ideas, que conoce bien el trabajo actoral, que intenta profundizar en las emociones del momento y en cómo van a ser los movimientos. 

Al final, es una apuesta…

Sí, es una apuesta escénica o una propuesta, pero no es la única. Detrás de esas palabras y de esas notas hay muchísimas posibilidades. Por eso, como le digo, estoy disfrutando estos días muchísimo, pues estoy trabajando al lado de un director de escena experto, sensible, inteligente, con el que se puede establecer un diálogo. Hay momentos en los que no sé cómo voy a hacer algo musicalmente y le pregunto: “¿Tú cómo ves esta frase?” [y él contesta]. Esto te aporta muchísimo, Cuando llegas a un límite y dices “yo solo no puedo llegar más allá”, entonces te encuentras con cantantes, personas, seres humanos, un director de escena con quien puedes darle forma. Por eso me gusta hacer ópera.

¿Hay algún enfoque novedoso o distintivo en esta producción que le gustaría resaltar?

Es una coproducción entre Oslo, el Liceu y el Real. Se estrenó en Oslo y varios de los cantantes ya la han hecho. Pese a ello, Christof Loy está haciendo un trabajo de escena microscópico, fascinante. Pasamos cada escena musicalmente, se comenta, se va artista a artista a comentarle “aquí haces esto también”, no solo los caracteres de las frases que se dicen y las pausas o la interacción, sino también los movimientos. Es un trabajo muy elaborado: “tú entras, miras a este, pero aquí… atención, no estés en el camino de esta otra persona”; “no, esto ya es tarde, tienes que salir”… Es algo casi milimétrico. Estoy sorprendido de lo minucioso que es Christof. 

En la producción de Theodora de Kate Mitchell que pudo verse en noviembre en el Teatro Real, advertimos algo semejante: que cuando cada movimiento de cada personaje tiene un sentido, una lógica, el efecto es impactante...

Sí. Es algo orgánico, armonioso, fotográfico; y sobre todo muy limpio.

Me gustaría que habláramos de lo que le espera como próximo director de musical del Teatro Real…

Y con las limitaciones de que no lo soy aún…

Claro, pero sí puede decirnos lo que significa asumir ese encargo…

Como siempre, en estos casos, responsabilidad y mucha ilusión. Representa muchas cosas para mí. Significa trabajar en mi país y, además, en la institución más importante y más relevante de nuestro país. Es la primera vez que tengo un puesto en una institución musical en España, con los mimbres para realizar creaciones artísticas del más alto nivel y de gran calidad, una ciudad que adoro y en la que me encuentro como en casa. Y siento la responsabilidad de hacerlo lo mejor posible. E, insisto, mucha ilusión. Es un teatro de ópera y significa un contraste muy enriquecedor con el que también va a ser mi trabajo en los próximos años como director titular de la Orquesta Sinfónica de Toronto. Esto me dará una perspectiva; un trabajo alimentará al otro; lo que aprenda en un sitio me lo llevaré al otro, y viceversa. Me siento muy afortunado. Siempre. Cada día de mi vida.

¿Puede hablarnos de objetivos artísticos y musicales?

Todavía es pronto. La transición ha comenzado. Termino en Luxemburgo esta temporada, estoy reduciendo mis actividades; lo hago por ellos y por mí, para que puedan encontrar su futuro y yo también el mío. Mi nombramiento empieza el 1 de septiembre. Desde que se hizo oficial mi nombramiento, se han sucedido las conversaciones paulatina y regularmente. Lo importante es entender bien dónde perteneces para saber cómo, cuándo y qué puedes aportar. Cualquier teatro de ópera es una gran maquinaria que tiene muchos cuerpos estables: orquesta, coro, producción, pianistas, acompañantes, archivo… Uno tiene que entender bien cuál es su función, qué aunar o coordinar, en qué puede ayudar, para finalmente llegar a ser un punto de encuentro también entre todos los diferentes departamentos. Como le digo, ya ha habido muchas reuniones; incluso he participado en pruebas, en audiciones para la Orquesta Sinfónica de Madrid y estoy en contacto con la Orquesta con regularidad. Iniciamos la temporada con un concierto sinfónico juntos y ahora haremos la ópera, así que en septiembre no empezaré de cero. Entonces vendrán los planes y entraré a formar parte del organigrama junto a un gran director artístico como es Joan Matabosch. Nuestra relación y nuestro trabajo conjunto será muy importante.

Entiendo. ¿Y tiene algún deseo o sueño confesable respecto a estos años que tiene ahora por delante en el Real?

Partiendo de lo que acabo de comentarle, sueño encontrar de qué manera puedo aportar algo. Esto significa conocer bien el teatro y representar un punto de contacto para todas las personas y secciones, y que haya una buena comunicación y coordinación de manera que podamos crecer y construir juntos. Esto es muy general, pero creo que es importante. No creo sea una tontería...

No, no, en absoluto…

Una de las razones por las cuales acepté la propuesta es porque me hace mucha ilusión construir con gente, ser parte de un equipo. Es algo que es parte de la ópera; requiere implicación constante, personal y a muchos niveles para así trazar una trayectoria artística conjuntamente y donde todo esté bien engrasado.

Eso requiere una implicación profesional y personal importante…

Sí, porque si esto no te gusta, uno pasa todo el día en el teatro y casi no hay división entre lo personal y lo profesional. Pero a mí lo que me gusta es trabajar con otros; lo saben bien todos los técnicos, regidores, pianistas, el director del coro, la gente de la Orquesta Sinfónica de Madrid… Creo que ya me conocen y que saben que me van a encontrar a su disposición.

Hay un tema que no se puede soslayar: la renovación del público, conseguir que la gente siga yendo a la ópera, que siga siendo una forma de expresión artística y de entretenimiento relevante. ¿Cómo lo ve usted? ¿Cómo lo afronta? ¿Qué puede o debe hacerse?

Por lo que yo sé, el Teatro Real no tiene problemas de público o de asistencia de diferentes generaciones. La educación es importante y hay muchas iniciativas, no sólo para que la ópera o la música llegue a los jóvenes, sino también a todo tipo de público y con una oferta variada. Hay grandes clásicos de la historia como Eugene Onegin, que no se ha hecho nunca, obviamente Verdi y/o Puccini, belcanto, repertorio germánico, eslavo; cada año se estrena una ópera de un compositor español, además, se programan otros títulos inéditos o menos conocidos; por ejemplo, recientemente se ha hecho una ópera de Weinberg; y se hacen puestas escénicas de gran calidad, con grandísimos cantantes, con un trabajo meticuloso, con una gran seriedad en el trabajo y con mucha gente implicada. Dicho esto, seguramente que hay matices y aspectos donde se puede definir aún más una trayectoria o mejorar, pero creo que se ha recorrido un camino muy positivo. El equilibrio es importante y creo que es un cometido que Joan Matabosch ha hecho fantásticamente durante estas últimas temporadas...

La orquesta que ha estado dirigiendo estos años, la Filarmónica de Luxemburgo, tiene un sonido característico. ¿Se plantea lograr lo mismo con la del Teatro Real?

Bueno, con la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo he hecho más de cien conciertos. Han sido muchas obras, muchos ensayos; he estado allí diez años. Aparte de las nuevas incorporaciones, también soy mejor director ahora de lo que era, pero, en cualquier caso, uno nunca se plantea un sonido único. Teniendo en cuenta la variedad de actividades que tenemos por delante, una orquesta del siglo XXI debe ser versátil y entender los diferentes repertorios. Cuando hablamos de la Orquesta del Teatro Real, no hablamos de una orquesta de la radio de Alemania del Este que tiene un pasado y un sonido característico que hay que mantener; no es lo mismo: no estamos lidiando con la historia en ese sentido. Pero sí hay que hacer un buen trabajo, con dedicación, dependiendo del momento y el repertorio, y siempre con seriedad, que es algo que se implementa día tras día y que se necesita de largo plazo para que se puedan obtener los resultados. 

Aunque resulte un tanto tópico, acabemos con una carta a los Reyes Magos y díganos una producción, un proyecto específico que le entusiasme de cara a estos cinco años que le esperan…

Me temo que no le voy a satisfacer mucho, porque todo aquello que hemos planeado junto a Joan Matabosch me hace muchísima ilusión; a él y a mí nos faltan tiempo y agenda para hacer todo lo que querríamos, así que vayamos poco a poco. Lo que ocurra con Eugene Onegin es lo que ahora más me ilusiona.

Concluye así cerca de una hora de conversación apasionada y cordial que despierta en el entrevistador un gran interés por ver y escuchar ese Eugene Onegin y, claro está, por todo lo que suceda a partir del 1 de septiembre. Muchas gracias y mucha suerte, maestro.

por Darío Fernández Ruiz

 

Eugene Onegin
Cuando la costumbre sustituye a la felicidad

Eugene Onegin de Aleksandr Pushkin no es tanto una novela como un extenso poema narrativo en el que palpita lo más ardiente del romanticismo, pero que, también, observa con piedad y con distancia esos mismos excesos de la pasión romántica. Es, casi, una reprobación del romanticismo desbocado que no es capaz de temperarse. El texto invita a expurgar de sentimentalismo la pasión para revelarnos con crudeza el patetismo que esconde. Y la estrategia de Pushkin es erigirse él mismo en narrador que se dirige confidencialmente al lector para explicarle una historia que, como amigo personal de Onegin que dice ser, conoce de primera mano. De manera que la narración se convierte en una confidencia al lector por parte de un amigo de Onegin que conoce sus aventuras crueles y muy poco ejemplares. Y a través de una peripecia romántica de sentimientos desperdiciados, que no tienen quien los acoja, el texto acaba afirmando que la vida no es una novela romántica.

Doble pareja de amantes

Pushkin enmarca la trama en una rigurosa estructura de personajes y de simetrías defectuosas, como si se reflejaran en espejos empañados, que Tchaikovsky hará todavía más evidente a través de una lúcida asignación de timbres vocales. La doble pareja de amantes está constituida por Tatiana, romántica, ingenua y reflexiva, enamorada del culto, egoísta y escéptico Eugene Onegin; y por la pareja inversa, integrada por la alegre, vital y despreocupada Olga, a su vez enamorada de Lenski, poeta romántico, sensible y reflexivo. Tchaikovsky subraya lo improbable de la estabilidad y el futuro de ambas parejas asignándoles combinaciones de timbres inesperados: una de las parejas está formada por una soprano y un barítono, y la otra por una mezzosoprano y un tenor. Es decir, todo el mundo canta con quien su tesitura no acaba de concordar, poniendo de manifiesto desde el inicio que hay algo que no se va a poder armonizar.

Los personajes hablan constantemente de amor, pero no hay en toda la ópera ni un solo dúo de amor. Y, al final, todo son desencuentros, momentos de transición que no logran sedimentar en un compromiso, sentimientos que no cristalizan, pérdidas definitivas de lo que un día se rechazó pero de repente se antoja deseable, fugacidad, melancolía, derrota, espera, silencio y soledad. Las pasiones que ponen en juego Pushkin y Tchaikovsky, por muy poderosas que sean, se acaban revelando tan inútiles como las olas gigantescas, incontenibles y violentas que se rompen sobre las rocas de una playa inhóspita. Con la fuerza de la costumbre como cortina de humo, que permite esquivar la desesperación y el vacío de la existencia, los mayores cultivan la ironía, el sarcasmo y el cinismo, los asideros más valiosos para la supervivencia. Y por eso dicen literalmente (en el texto literario y en la ópera) que “la fuerza de la costumbre es nuestro sustituto de la felicidad”.

Eugene Onegin no es un seductor sin escrúpulos, sino un “niño bien” convertido por la vida social y las lecturas filosóficas en un hedonista escéptico. Aunque le encanta aparentar que no quiere someterse a las reglas de la sociedad y que ejerce de “outsider” militante, obedece como un autómata lo peor y más inhumano de esas reglas, como todos los demás. Acaba haciendo exactamente lo que se espera de él: batirse en duelo y asesinar a su amigo del alma por un malentendido.

Onegin es el prototipo de ese “hombre superfluo” habitual de las obras de Lermontov, Goncharov, Dostoievski, Tolstoi, Turgeniev y Chejov. Desencantado, egocéntrico, arrogante, altivo, egoísta y hastiado de todo, sin nada que hacer, incapaz de un mínimo de empatía con sus semejantes, a quienes trata con una mezcla de condescendencia y desprecio. Pasea de fiesta en fiesta su profundo aburrimiento, y su narcisismo desbocado, asqueado de todo, hasta que se topa con ojos incrédulos con una Tatiana desconocida de tan bella, casada con un príncipe e instalada en la corte. La mujer que un día despreció se ha vuelto deseable a partir del momento en que pertenece a otro y ya es imposible obtenerla. Y, en efecto, la gran dama petersburguesa, en que se ha convertido Tatiana, interpone ahora entre ellos el muro glacial de sus principios morales:

“Basta ya; levántese, tengo que explicarme con usted sinceramente. Onegin, ¿se acuerda usted de la hora en que (…) el Destino nos reunió y en qué tan resignadamente escuché su lección? Hoy ha llegado mi turno. Yo entonces era más joven y más guapa, creo; además, le amaba a usted y ¿qué respuesta encontré en su corazón? Tan solo sequedad. ¿No es cierto? Para usted no fue una novedad el amor de la tímida chiquilla, y hoy en día, ¡Dios mío!, se me hiela la sangre en las venas al acordarme de la fría mirada y de aquel sermón. Pero no le acuso; en este terrible instante se portó con nobleza, tenía razón, y le estoy agradecida con toda mi alma. Entonces, en el desierto, lejos del barullo de la sociedad, yo no le gustaba, ¿no es verdad? ¿Por qué me persigue usted ahora? ¿Por qué se fija usted tanto en mí? ¿No será porque ahora tengo que frecuentar la alta sociedad, porque soy rica y célebre, porque mi marido guarda aún las marcas del combate y a causa de esto la corte nos tiene en favor? ¿O tal vez porque mi falta conocida de todos podría darle en la sociedad una fama tentadora? (…). El lujo de mi vida vacía, mi éxito en la alta sociedad, mi casa y mis recepciones tan de moda por su esplendor, no significan nada para mí. Ahora mismo abandonaría todos estos atributos de mascarada, todo este lujo y barullo por un estante con libros, por un jardín salvaje, por nuestra pobre vivienda, por aquellos lugares en donde por vez primera le vi a usted, Onegin. ¡La felicidad era tan posible, estaba tan al alcance nuestro! Pero mi suerte ya está decidida (.)… Me casé; su deber es dejarme, y le ruego que lo haga. Sé que en su corazón hay orgullo y nobleza. Le sigo queriendo (para qué mentir), pero pertenezco a otro y le seré fiel” (Pushkin: Eugene Onegin).

Personalidad de Onegin

No tiene nada de sorprendente que tanto Pushkin como Tchaikovsky se sintieran identificados, al menos en parte, con la personalidad de Onegin. Tchaikovsky era casi igual de anti-social, de angustiado, de hipocondríaco nervioso, horrorizado por la posibilidad de que saliera a la luz el secreto de su homosexualidad. Tampoco Pushkin era un ruso que encajara en el canon, mezcla del hombre de mundo que es Onegin y del idealista que es Lenski. Aparte que Pushkin, al relatar el duelo de Onegin y Lenski en la nieve, describió unos pocos años antes lo que sería su propia muerte, asesinado como Lenski por un asunto de celos en un duelo calcado al de la novela. Solo que Tchaikovsky no sólo se sentía identificado con Onegin, sino también con Tatiana y con Lenski, sus dos “víctimas”, antes de convertirse Onegin (como explica Christof Loy) “en víctima de sí mismo”. De hecho, Tchaikovsky jamás abre las puertas a que podamos percibirlos desde una perspectiva irónica o sarcástica. Sentía auténtica piedad por todos los personajes de la obra, podía ponerse en su lugar, y por eso los dibujó con el afecto y la humanidad de quien entendía perfectamente sus contradictorias emociones. La ópera no juzga a los personajes, sino que los reúne bajo una mirada llena de ternura para describir la sociedad en la que habitan.

Por su parte, Tatiana es una joven soñadora de provincias encerrada en su mundo de novelas que se enamora de un joven dandi de la gran ciudad, simplemente porque se sale de la vulgaridad que reina a su alrededor. Cree reconocer en Onegin al héroe de sus sueños, de sus novelas, y ella misma se sorprende de su repentina pasión. Su sentimiento es inmediato: “apenas has entrado, te he reconocido al instante”. Porque, si se enamora de Onegin no es porque sea una persona u otra. No le hace falta reconocerlo para amarlo (escribe Tchaikovsky a su amigo Sergei Taneyev). Mucho antes de su llegada, ya estaba enamorada del héroe no definido de las novelas que lee. Ha sido suficiente que Onegin aparezca para que ella le atribuya de inmediato todas las cualidades de su héroe ideal, para que transfiera a un ser vivo concreto todo ese amor que siente con tanta exaltación, hacia el sujeto imaginario de las novelas que consume con tanta pasión”.

Al final, esa Tatiana resplandeciente de madurez, insatisfecha pero irreductible, en lo que atañe a la infidelidad, aferrada a sus principios morales, rechaza a Onegin cuando se le acerca para implorarle que abandone su casa y huya con él. Como su madre, Tatiana también ha acabado acomodándose a una vida en la que la costumbre sustituye a la felicidad. Eso la tranquiliza porque le permite mantener una apariencia irreprochable, pero (como muestra con el mayor desgarro la dramaturgia de Christof Loy) por dentro Tatiana es “como un animal herido que no ha encontrado la paz ni tampoco su lugar en la sociedad. Cree que ha aprendido a interpretar el papel que se espera de ella en esa sociedad, pero su tormento al final no es menor que el de Onegin, que se ha quedado sin puerto al que poder amarrarse”.

Tchaikovsky concibió Eugene Onegin como una ópera de cámara que se debía estrenar en el conservatorio con cantantes no profesionales. En su momento se consideró un desatino pretender adaptar para los escenarios el poema de Pushkin, por ajeno a las convenciones de lo que se consideraba “operístico”. Pero es que Tchaikovsky lo que quería era precisamente alejarse de la ópera y situarse dentro de la tradición del gran teatro ruso. Nada de grandes maquinarias, ni de amplificar los sentimientos, ni de tramas ampulosas. La acción se reducía a casi nada, y todo residía en la sutileza de la relación de los personajes entre sí, en la evolución de su psicología, en acentos, gestos y miradas. Tchaikovsky se defendía así en una carta a Taneyev el 8 de enero de 1878: “No quiero discutir más con usted las cualidades escénicas de ‘Onegin’ (…). Ya os he dicho que si (como afirmáis) la ópera es una acción y ésta acción falta a’“Onegin’, estoy dispuesto a no llamarla ‘ópera’, sino lo que queráis, ‘escenas’, ‘representación escénica’, ‘poema’, en definitiva lo que queráis. He querido hacer una ilustración musical de ‘Onegin’ y por lo tanto he tenido que recurrir, inevitablemente, a una forma dramática, y estoy dispuesto a asumir todas las consecuencias de mi lamentable incomprensión de la escena y mi incapacidad para escoger los argumentos de mis obras escénicas. Me parece que, en cualquier caso, todos esos inconvenientes escénicos se compensarán por la belleza de los versos de Pushkin”.

El compositor rechazó una y otra vez que los “inválidos mortales” que había en los teatros de ópera, en alusión a los cantantes incapaces de actuar, interpretaran su obra. Buscaba para el público una experiencia intensa pero íntima. Por eso (aseguraba Tchaikovsky a Karl Albrecht, supervisor de canto coral del conservatorio de Moscú) “nunca entregaré esta ópera a los teatros de San Petersburgo ni de Moscú. La he compuesto para el conservatorio porque quiero un escenario de dimensiones pequeñas. Solo necesito: unos cantantes de nivel medio pero bien preparados y que sepan actuar sin afectación, y con arte; una puesta en escena sin lujos (…); los coros no deben ser un rebaño de ovejas como los de los escenarios imperiales sino personas humanas que intervienen en la acción de la ópera; y el ‘kapellmeister’ no debe ser uno de esos músicos cuya única preocupación es si hacen bien el do sostenido. Solo estoy dispuesto a entregar ‘Onegin’ al conservatorio. Y si no se puede representar en el conservatorio, que no se represente en ningún sitio”.

No lo consiguió por mucho tiempo. Fue el mismísimo zar Alexander III quien ordenó, tras el estreno, que las “escenas líricas” de Tchaikovsky se presentaran en el teatro principal de la capital, en una sala que no tenía nada que ver con la que había imaginado el compositor. Convertida en la ópera favorita del zar, víctima de producciones monumentales en las antípodas de los deseos de Tchaikovsky, Eugene Onegin ha demostrado poder con todo, pero su espacio propio es la intimidad, la confidencia, la sutileza, y los pequeños detalles tan característicos del teatro de Christof Loy.

por Joan Matabosch *

* Joan Matabosch es Director Artístico del Teatro Real

 

Foto portada © Marco Borggreve

https://www.teatroreal.es/es

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