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Editorial

Ópera, ¿por qué?
Junio 2015 - Núm. 886

Ópera, ¿por qué?

La traducción española del libro de Siegfried Kracauer Offenbach y el París de su tiempo, editado por Capitán Swing, un revelador ensayo sobre las relaciones de la ópera, u opereta, con la sociedad, llega muy oportunamente. Kracauer, se ocupó, como sus coetáneos Walter Benjamin y Theodor Adorno, de escudriñar, analizar y catalogar los lazos, conexiones, el tránsito entre una obra de arte y el contexto histórico donde se produce. El filósofo marxista György Lukács llamaba “mediaciones” a las sucesivas etapas de un proceso de influencia que se inicia en el tejido social y acaba en el producto artístico. Con precisión sitúa Vicente Jarque en su prólogo el momento de aparición del libro de Kracauer, 1937, con una Europa abocada ya a la hecatombe y la evidencia de que la forma ópera ya no volvería a conocer el trato decimonónico, donde la sociedad que acudía al teatro se miraba en lo que presentaba el escenario. Y al revés. La “entente cordial” se había clausurado con El caballero de la rosa, quizá el canto del cisne de un género que ofrecería a continuación, en Wozzeck y Moisés y Arón un rostro diferente. Al público se le increpa y se le hace pensar; aquí no se viene a divertirse.

El libro de Kracauer coincide con una evidencia sorprendente: la ópera está de moda. No sólo en Europa y en América, también en China y Japón se representa a Wagner y a Verdi. Entre nosotros, se vive una curiosa efervescencia, con un entusiasmo algo atolondrado, una inusitada “atención mediática” y una inédita alarma ante la supervivencia de un espectáculo caro, hasta hace poco cultivado en España por melómanos recalcitrantes, que a veces mantenían (el caso del Liceo barcelonés) el espíritu de una tradición burguesa, que no se privaba de heroínas de ficción que sucumbían en un palco, como Mariona Rebull.

Las dificultades financieras de La Scala de Milán hasta ayer no se contaban entre las preocupaciones del madrileño, que ha recibido a una conspicua reunión de directivos operísticos que nos han contado sus dificultades, mientras el Teatro Real difundía su última Traviata como un acontecimiento casi equivalente a una final de cualquier campeonato deportivo. TVE también se preocupa de satisfacer el supuesto apetito del televidente, confundiéndolo con un lego irredento al que hay que fascinar a base de evocar el coliseo lírico como el decorado de un telefilm sobre las angustias de la gente fina, cuando no tratándolo como un alma cándida proclive al más ramplón sentimentalismo.

¿Qué ocurre? ¿Hemos descubierto que la ópera es un artículo de primera necesidad, incomprensiblemente desconocido por la ciudadanía? ¿Existe una apetencia auténtica por descubrir, frecuentar y paladear un repertorio de obras artísticas que pertenecen al pasado? Como lúcidamente expresaba el personaje de una inteligente comedia del dramaturgo Tom Stoppard, “Pero quién de verdad lee a James Joyce, me pregunto a menudo”.

Cabe efectivamente preguntarse a qué se debe el peculiar arrebato operístico que nos envuelve, a la cruda luz de las chirriantes contradicciones que no dejan de agrietar nuestro entusiasmo. Reuniones internacionales, programas televisivos, pantallas gigantes, retransmisiones en directo desde los mejores teatros técnicamente impecables, localidades baratas, canales de televisión especializados, DVDs a precios asequibles, charlas informativas, presentaciones de expertos… Todo esto está muy bien, pero siempre que no se olvide una realidad que sigue siendo “tozuda”.

A nuestra juventud no le interesa la ópera. El público talludo, que frecuenta el teatro, acude también al cine a ver la función del Metropolitan, pero al llegar a la taquilla la pareja tatuada prefiere ver una película de acción. Algo de museístico acompaña siempre a unas historias de reyes remotos o deidades arcaicas, inevitablemente añosas, por mucho que registas más o menos dotados traten desesperadamente de acercarlas al presente. Kracauer, en una época convulsa, explica muy bien cómo Offenbach expresaba el cinismo de otra época desencantada y también putrefacta, empeñada en carcajearse de sí misma amargamente. ¿Quién puede reconocerse hoy en El barbero de Sevilla, Lohengrin, La flauta mágica, o incluso Lulú?

Pues quién sabe. Porque quizá no se trate tanto de reconocerse o no. Tanta agitación alrededor y a propósito de la ópera, ¿no responderá a una urgencia secreta, manifestada con cierta torpeza en la pirotecnia aludida? Si parece que ha llegado el momento de acercarse a una forma caduca, que debe ser recuperada a toda costa para extenderla como una buena nueva, no es aventurado comprender por qué: La ópera, ante el despiste del cine y el desconcierto del teatro, vuelve a imponer la ilusión de Wagner por el espectáculo total. Por un lado. Y por otro lado, el hombre no ha inventado otro medio mejor para expresar, potenciar y comunicar el secreto caudal de sus sentimientos, ideas y emociones.

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