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Editorial

Nuevo modelo INAEM
Enero 2026 - Núm. 1001

Nuevo modelo INAEM

La anunciada reforma del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM) representa un momento clave para la política cultural española. Tras décadas de críticas por una estructura rígida, burocrática y poco adecuada a los nuevos desafíos del sector, el Gobierno ha decidido dar un paso audaz: reconfigurar la organización y dotarla de una Dirección General específica para las artes escénicas y la música, con el recién nombramiento de Javier Monsalve como director general de Artes Escénicas y Música (ver nuestra sección de noticias “magazine”). Pero, aunque la reforma es bien recibida por muchos, no está exenta de riesgos ni desafíos, y merece un análisis sereno y crítico.

En primer lugar, conviene subrayar lo que plantea la reforma. El Consejo de Ministros aprobó en noviembre de 2025 la creación de la “Dirección General de Artes Escénicas y Música” dentro del Ministerio de Cultura. Esta nueva entidad asumirá funciones clave: fomento, difusión, coordinación sectorial y gestión del patrimonio en los ámbitos de teatro, música, danza y circo. Además, contará con tres subdirecciones específicas para Teatro y Circo; Música; y Danza y Creación Interdisciplinar.

Este rediseño no implica la disolución del INAEM, sino una redistribución de competencias: el instituto conservará sus unidades de producción, como la Joven Orquesta Nacional, el Centro Nacional de Difusión Musical, el Ballet Nacional de España, la Compañía Nacional de Danza o el Teatro de la Zarzuela, entre otros. También se integrará en la nueva dirección el Museo Nacional de Artes Escénicas y el Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música, lo cual refleja una voluntad de profesionalizar la gestión del patrimonio escénico y musical.

El argumento oficial es convincente: el INAEM, creado hace 40 años, ha acumulado una estructura desfasada y poco ágil para responder a las transformaciones de la creación cultural contemporánea. Así lo defendió el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, cuando presentó la reforma el pasado mes de febrero 2025: es urgente adaptar la administración pública al nuevo panorama artístico, con lenguajes emergentes, disciplinas interdisciplinares y una mayor demanda de flexibilidad.

Desde el punto de vista de quienes trabajan en la cultura, esta reforma supone una reivindicación largamente esperada. Por ejemplo, la creación de una subdirección específica para la música responde a una demanda histórica: hasta ahora, las ayudas y subvenciones se diseñaban a menudo desde una visión genérica, sin tener en cuenta las peculiaridades del panorama musical ni su crecimiento reciente.

No obstante, la reforma también merece una lectura crítica. En primer lugar, el éxito dependerá en gran medida de la ejecución: crear una nueva dirección administrativa no garantiza per se una mejora real para los artistas y las compañías. Si no se acompañan recursos adecuados (humanos, técnicos y presupuestarios), el riesgo es que sea una mera reorganización simbólica, sin impacto profundo en la vida cotidiana de creadores, intérpretes o gestores culturales.

Por otro lado, la descentralización efectiva es un reto. El INAEM ya ha destacado su apuesta por extender su acción territorial: en 2025, por ejemplo, se celebraron centenares de funciones fuera de las sedes tradicionales mediante circuitos estatales. Pero una nueva dirección central puede tender a reforzar el poder desde la capital, si no se canaliza con mecanismos reales de participación autonómica y local. La reforma debe evitar reproducir estructuras centralistas que excluyan a los agentes culturales periféricos.

Además, la consolidación de una nueva dirección supone un coste político. Asumir que el fomento y la difusión deben “independizarse” del resto de las funciones del INAEM implica una apuesta clara por profesionalizar la intervención pública. Pero si no se define con transparencia la distribución del presupuesto y las prioridades, podríamos ver una reasignación de fondos en perjuicio de algunas disciplinas menos visibles, creando tensiones entre sectores.

Si se gestiona bien, esta reforma podría significar un antes y un después en la cultura pública española: más eficiencia administrativa, más especialización, mayor apoyo a músicos, compañías y creadores. Pero si falla, podría quedarse en una reorganización superficial, con nuevas direcciones pero los mismos viejos problemas. El sector y la ciudadanía deben exigir que este cambio no sea solo simbólico, sino un verdadero impulso para revitalizar las artes escénicas y la música en España.

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