Música clásica desde 1929

Editorial

Ópera y globalización
Junio 2017 - Núm. 908

Ópera y globalización

Seguramente este editorial va a acabar repleto de ideas que de tan sensatas encerrarán obviedades. Obviedades que nadie puede dejar de aceptar y compartir, pero que su sola puesta en marcha ha costado sudor y lágrimas. Y es que ya nos hemos acostumbrado a asistir a nuestros teatros dando por sentado que vamos a disfrutar de un espectáculo de primera clase, en el que un gran montaje va a albergar una no menos grande versión musical, servida además en soberbias ejecuciones de los cantantes y conjuntos estables. Este es un nivel de exigencia que ya demandamos como algo natural. Sin embargo, una y otra vez es necesario recordar al consumidor el esfuerzo que hay detrás de este aparentemente natural estado de cosas. La ópera es el espectáculo musical más caro y de gestión más compleja de cuantos puedan conformar hoy el panorama de la música clásica. Y el más anhelado, admirado, deseado y consumido. Cada día es más cierto que un aficionado a la música clásica es poco si no va a la ópera; pasó, desde luego, el tiempo de los teatros de ópera como lugares para exhibir joyas, pieles y demás abalorios sociales, y hemos entrado en los teatros democráticos, los grandes templos de los aficionados. Solo que hay que pagar entradas costosas, servidas sin avales ni privilegios, como antes, pero caras. Los gestores deben aportar nuevas ideas para resolver este problema, pero es justo reconocer que están en el buen camino. Y para ejemplo, las políticas de los dos más importantes teatros españoles, diseñadas para que cada uno no haga su guerra por separado, sino para aunar esfuerzos que acaben dando buenos resultados para el público, único receptor en el que, en punidad, deben de pensar.

El Teatro Real, de Madrid, y el Gran Teatre del Liceu, de Barcelona, no solo han multiplicado el número de coproducciones, sino que han unificado sus respectivos patronatos. El Real, con sus espectaculares cuentas, es un modelo a seguir, y es magnífico que el teatro catalán muestre esa misma disposición de trabajo conjunto. Cuando otras instituciones catalanas se han declarado partidarias de seguir caminos políticos basados en la segregación, es muy gratificante observar cómo una institución como el Liceu no solo está por la labor de crear para sí misma, sino para compartir con otras instituciones culturales de semejantes intereses y con parejos objetivos.

La globalización es el gran fenómeno político y social de nuestro tiempo. Da igual que los políticos de mente más estrecha no se den cuenta de que sus opciones se han quedado obsoletas. En el mundo de la ópera sucede algo similar: no se puede andar por la vida solo; si se tiene claro que es imprescindible continuar democratizando la ópera, hay que buscar sinergias de todo tipo, cuando no colaboraciones directas, aun a costa de perder soberanía. El Liceo no va a ser menos Liceo si su asociación con el Real es cada vez más fuerte; y viceversa. Y será muy bueno que los aficionados que van a la ópera en Madrid sepan que están viendo algo que se ha hecho a pachas con un teatro hermano que, aun estando en AVE a solo unas pocas horas de la Plaza de Oriente, no es imprescindible visitar para poder ver las óperas que se hacen allí; y viceversa.

Los teatros de ópera en la actualidad tienen otros problemas. Entre otros, su filosofía a la hora de programar. Pues bien, también en eso la comunión entre Liceu y Real es notable. En ambos coliseos podemos disfrutar de obras de repertorio, pero también se apuesta por una diversidad que llama a la puerta de la educación, de la pedagogía. Se está haciendo un interesante trabajo, casi sordo, casi en silencio, para ir poco a poco convenciendo a los aficionados que el mundo de la ópera no se acaba con Traviatas o Sonámbulas. Que hay que mirar a nuestro tiempo, e incluso a veces a ese pasado que alguna vez enterró injustamente algún título por razones coyunturales o simplemente espurias. Sirvan un par de ejemplos. Esta temporada el Liceu programa El demonio, de Anton Rubinstein,  estrenada un año antes que Sigfrido, de Wagner. Y el Real, Los soldados, de Bernd Alois Zimmermann, o lo que es lo mismo, una de las óperas más importantes del siglo XX, tan inédita para los teatros de ópera españoles como la del ruso. Esto es también globalización.

En la ópera se cuentan historias, y estas historias hablan de personas, situaciones  y conflictos. Por eso, los que programan ópera hacen algo más que invitar a escuchar; escogiendo con tino pueden agrandar el abanico humano ofrecido, y ciertamente tienen donde escoger. Pero lo han de hacer con conocimiento, madurez y responsabilidad. Que eso es también globalización. Bien entendida, claro.  

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