Bogdan Volkov, Ausrine Stundyte, Vladislav Sulimsky, Xenia Puskarz Thomas.
Orquesta Filarmónica de Viena y Coro de la Ópera Estatal de Viena / Mirga Gražinytė-Tyla. Escena: Krzysztof Warlikowski.
Unitel-CMajor 811408 (2 DVD)
Literatura y música: RITMO 1000 & Dostoievski 200 *
Aunque este mes nuestra publicación obre el milagro de alcanzar los mil números publicados, nos vamos a detener en otra insigne efeméride. El pasado año, el todopoderoso Festival de Salzburgo conmemoró el bicentenario de Fiódor Dostoievski, rescatando dos óperas mayores e injustamente olvidadas, que nos sumergen, musical y teatralmente, en el universo del maestro del desasosiego y el tormento, del indagador de los abismos psicológicos y morales, de ese diestro explorador de los demonios de la condición humana que tan bien plasmara el autor de Los hermanos Karamazov o Crimen y Castigo. Humano, demasiado humano.
Un acierto pleno, la recuperación por el glamuroso escaparate veraniego austríaco de dos oscuras obras cantadas en ruso y paridas por los recovecos del siglo XX. La primera, El jugador, que Prokofiev concluyera pocos meses antes de prenderse la flama de la revolución de 1917. La otra, El idiota, escrita por el renegado Mieczysław Weinberg y última de sus siete óperas, que viera la luz por vez primera 17 años después de su fallecimiento. Dos extraordinarias partituras que, junto a la monumental De la casa de los muertos de Leoš Janáček, completan un triángulo descomunal y perfecto de música y literatura dostoievskiana.
El bobalicón
Tras el despertar que supuso el cegador fogonazo de La pasajera, obra atroz y poderosa que nos abrió los ojos de par en par ante un creador injustamente olvidado, había ansias por volver a sumergirse en el universo operístico de Mieczysław Weinberg. Para ello Salzburgo rescató El idiota, obra cumbre de Dostoievski en la que fotografiaba los estertores de esa sociedad agonizante, cuyo sarcófago enterraría la revolución soviética. Pese a un libreto desmochado y con amplios saltos (la extensión literaria así lo exige), El idiota es un espectáculo inolvidable e implacable de tres horas, de esos que se siguen sin pestañear, tanto por su voltaje dramático, como por la esplendorosa música que lo acompaña (la sombra de Shostakovich, a quien está dedicada la partitura, acecha en cada esquina). El motor argumental gira sobre otra enigmática y memorable femme fatale ungida ya por la inmortalidad. Nastasya se ha hecho un hueco por derecho propio en el siglo XX junto a las Marie, Salomé, Lulu, Mélisande o Katerina Izmailova.
A Dostoievski le marcó de por vida descubrir en Basilea el Cuerpo de Cristo pintado por Holbein, lo que casi le provoca una nueva crisis epiléptica. Esta dolorosa imagen es utilizada como leitmotiv por Krzysztof Warlikowski para su vistosa, matemática, brillante y psicológica propuesta de juegos de espejos deformantes, felizmente recortada en sus habituales y chorreantes alegorías y axiomas. Con proyecciones (marca de la casa) filmadas dentro de la propia escena, es capaz de arrancarles la piel a tiras a los cantantes, que se devoran entre sí deambulando en su ratonera social. La sordidez criminal explota en un hipnótico y susurrado final con los tres protagonistas cohabitando con la muerte, en un desgarrador plano cenital, sin duda lo más imperecedero de la función. Y es que, la belleza, por mucho que se empeñara Dostoievski, no acaba salvando al mundo.
Muy acertado el asexuado príncipe Mischkin del joven tenor lírico Bogdan Volkov, bien fraseado y con un rutilante registro agudo que representa a la perfección la debilidad física y síquica de este antihéroe (conmovedor en la escena del ataque epiléptico). A esa especie de Lulu rusa que es Nastasya, le da vida la voz feroz y vigorosa de la lituana Ausrine Stundyte, capaz de acuchillar con su instrumento la densa masa orquestal esbozada por Weinberg. Corpulento y enérgico el Roghozin de Vladislav Sulimsky. Un siniestro espectro contrarrestado por el albor de la delicada Aglaya de Xenia Puskarz Thomas.
La majestuosa Mirga Gražinytė-Tyla se mueve como pez en el agua entre los abismos sonoros del polaco. Se nota que existe mucho feeling entre la directora lituana y una Filarmónica vienesa deslumbrante en su derroche de virtuosismo (un festín sensorial). Ambos transitan a la perfección entre las lóbregas disonancias, las opresivas atmósferas y las tonalidades afelpadas, mezclando siempre sabiamente los pasajes líricos y sentimentales, con las impactantes detonaciones orquestales repletas de negrura y violencia (no perderse los Interludios). Un admirable espectáculo sonoro y escénico de esos que perduran y no dejan indiferente a nadie.
El ludópata
El jugador, con la que Dostoievski se auto exorcizaba, contaba ya con una claustrofóbica propuesta firmada por Barenboim y Tcherniakov en sus primeros pasos juntos, levantada desde aquel irrepetible faro artístico que fue la Staatsoper berlinesa (2008). Versión más turbadora y notoria, escénicamente hablando, que la estrenada por Peter Sellars. El de Pittsburgh se parapeta en la simple puesta al día (el móvil sustituye al telegrama), la concisión (un único y estático decorado) y el conservadurismo (sin sus habituales soplos libertarios), castrando ese espíritu transgresor con el que fue capaz de volar en mil pedazos los cimentos mozartianos. Un francotirador, aquí con la pólvora mojada.
Césped artificial y siete gigantescas lámparas (¿ovnis?) son los únicos elementos desplegados, que en su descuelgue se transforman en coloridas ruletas de casino. Dramaturgia insípida y sin ideas relevantes para un Sellars desnortado y sin pegada, carente de desarrollo dramático, al que únicamente parece interesarle la dirección actoral. Ni siquiera despierta su entumecido ingenio en el memorable Acto del salto a la banca, cuyo trivial planteamiento es devorado sin piedad por el kilométrico escenario de la Felsenreitschule.
Si Barenboim regaló un Prokofiev eléctrico y de dinámicas punzantes, capaz de zarandear a cualquier espectador, el estilo de Zangiev es más colorido y seductor, en parte, gracias a una Filarmónica de Viena que suena exorbitante en todas sus secciones. Eso sí, esta grabación posee un reparto mejor rematado, empezando por el impetuoso y efervescente Sean Panikkar que toca el cielo en su encarnación del indeciso Alexei. Voz líricamente bella y expresiva, de rutilante centro y natural agudo, que culmina con ese interminable alarido final que hiela la sangre. Tan arrebatador, como la explosiva Polina que ofrece una imperial Asmik Grigorian. Rocoso instrumento e hipnótica fisicidad escénica (una bomba de relojería). Ambos están espléndidos en sus dúos. Pero si de robar carteras hablamos, nadie mejor que Violeta Urmana, un atronador torbellino vocal que da una lección de cómo actuar y cantar sobre un escenario, consiguiendo parar el reloj cada vez que irrumpe. Su Babushka es digna de exhibirse en vitrina.
Javier Extremera
* Esta crítica contiene también la reseña de “El Jugador” de Prokofiev