Lo sobrenatural y lo mágico es algo que parecen detestar los directores de escena actuales. Deben considerarlo algo kitsch, cursi, una muestra lamentable de pueril romanticismo. De ahí que sus producciones insistan en ocultar cualquier referencia a espíritus, genios y hechicerías bajo capas y capas de realismo. No es una excepción el montaje que, coproducido por el Gran Teatre del Liceu, el Teatro Real de Madrid, el Palau de les Arts de Valencia y la Staatsoper de Dresde, pudo verse el pasado 22 de junio de la Rusalka de Antonín Dvorák. Lo firma Christof Loy, quien ve a la protagonista, no como una ninfa de las aguas, sino como una bailarina lisiada que languidece en el teatro en el que trabaja, mientras el resto de sus hermanas se deslizan por el escenario bailando. Su padre, Vodnik, el genio de las aguas, es consecuentemente el empresario de ese teatro.
La propuesta choca, pero hay que reconocer que, si se hace abstracción a las referencias a lo sobrenatural que una y otra vez aparecen en el texto cantado, funciona de modo modélico. Por un lado, por su teatralidad; por otro, y sobre todo, por su esencia poética y simbólica. Es una puesta en escena que, al incidir en la imposibilidad de conciliar el mundo de Rusalka y el de los humanos, logra transmitir la esencia psicológica de este drama, la tragedia de un personaje incomprendido, herido y maltratado. Ahí está el gran acierto de la producción, algo que no pasaba en el grotesco montaje de este título perpetrado en el Liceu, en 2013, por Stefan Herheim, en el que la extravagancia visual ahogaba toda posibilidad expresiva y cualquier tipo de implicación emocional.
El espacio en esta producción es simbólico, con una escenografía, obra de Johannes Leiacker, que fusiona elementos propios de un teatro (una taquilla), un palacio y, en los actos primero y tercero, unas rocas que aluden al mundo natural propio de Rusalka y Vodnik. El vestuario de Ursula Renzenbrink acentúa esa vocación realista, mientras que la iluminación de Bernd Purkrabek es efectiva y, puntualmente, crea cuadros de extraordinaria belleza, como el del final de la ópera, en la que se ve a Rusalka alejándose en el crepúsculo, dejando atrás el cuerpo sin vida del Príncipe. La coreografía del ballet del segundo acto, obra de Klevis Elmazaj, tiene poco que ver con una polonesa, pero sirve para hacer más explícito el irreconciliable contraste entre los dos mundos en liza: el de la protagonista y el de unos humanos guiados por el interés, el vicio y la corrupción.
Para que una propuesta como esta funcione hace falta una soprano que no solo sepa cantar extraordinariamente bien, sino que tenga también nociones de ballet clásico. La lituana Asmik Grigorian cumple esa condición. Fue una Rusalka antológica, aunque el hecho de tener que cantar tumbada o sentada durante buena parte del primer acto provocó que no siempre se la escuchara bien y que su versión de la “Canción de la luna” quedara algo desdibujada. En los dos actos siguientes fue a más, logrando mostrar el carácter desesperadamente trágico del personaje en pasajes de tanta fuerza como “O marno, o marno!” del segundo, o la melancólica belleza de su aria inicial del tercero. A su prestación como cantante hay que sumar su calidad como actriz, de modo que su identificación con el personaje fue total a todos los niveles.
Otro de los triunfadores de la noche fue el tenor Piotr Beczala, vocalmente pletórico y generoso en la entrega, que bordó un Príncipe apasionado y sin demasiados escrúpulos. El Vodnik del bajo Aleksandros Stavrakakis destacó por la nobleza de su línea de canto, aunque se echó de menos algo más de rotundidad y profundidad en el registro más grave. La mezzosoprano Okka von der Damerau cumplió como la bruja Jezibaba, tanto a nivel escénico como vocal. Más fría fue la prestación de la soprano Karita Mattila como Princesa extranjera, con una voz que ha perdido brillo y una presencia escénica un tanto envarada. La pareja cómica encarnada por Manel Esteve (Hajny) y Laura Orueta (Kutchik) se compenetró especialmente bien, sobre todo a nivel actoral. El trío de ninfas formado por Juliette Aleksanyan, Laura Fleur y Alyona Abramova fue de menos a más, pues tras un primer acto en el que acusaron cierta descoordinación, convencieron en el tercero. David Oller resolvió satisfactoriamente su brevísimo cometido como Cazador.
En el foso, Josep Pons acertó a mostrar toda la riqueza y suntuosidad de la partitura de Dvorák, resaltando con acierto sus ecos wagnerianos, así como su pulso teatral y su variedad de acentos. La orquesta respondió de manera impecable, con una sonoridad potente, cuando no rotunda y contundente, pero también con momentos que fueron pura magia tímbrica a cargo de las maderas y el arpa. El director se despide así por todo lo alto de la titularidad de un teatro en el que ha llevado a cabo una labor impagable. Se le echará en falta.
Juan Carlos Moreno
Asmik Grigorian, Piotr Beczala, Aleksandros Stavrakakis, Okka von der Damerau, Karita Mattila, Manel Esteve, Laura Orueta, David Oller, Juliette Aleksanyan, Laura Fleur, Alyona Abramova.
Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Josep Pons.
Escena: Christof Loy.
Rusalka, de Dvorák.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona.
Foto © Antoni Bofill