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Crítica / La extraordinaria Theodora de Dunford inaugura Universo Barroco - por Simón Andueza

Madrid - 07/10/2025

La inauguración de la nueva temporada 2025/2026 del ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) ha acontecido en una calurosa tarde de octubre mediante un espectáculo realmente excepcional, mediante la interpretación del oratorio Theodora de Georg Friedrich Haendel, interpretado por la arrebatadora personalidad musical de Thomas Dunford, de su querido Ensemble Jupiter convertido por vez primera en orquesta y coro, y de un magnífico elenco de solistas vocales.

Haendel compuso Theodora en 1750 y se estrenó en el Covent Garden Theater. Su escaso éxito durante la vida del compositor -tan solo se representó en tres ocasiones- se debe, seguramente, a los gustos del público londinense de la época, así como al terremoto acontecido en la capital británica justo la semana anterior a su estreno. No obstante, el paso del tiempo ha situado en un lugar de honor a esta obra maestra haendeliana, tanto por el dramático libreto sacro de Thomas Morell como por su espléndida música. El propio Haendel consideraba como su mejor número coral jamás compuesto el titulado He saw the lovely youth.

Quien conozca la trayectoria de Thomas Dunford no se asombrará de su meteórica ascensión como músico, ni del nivel musical alcanzado con esta interpretación. Su precoz aprendizaje, a los nueve años, del laúd, nos mostraba siempre a un jovencísimo interprete que sobresalía en todo momento como miembro del bajo continuo de todos los conjuntos en los que intervenía. Posteriormente sus grabaciones a solo, sus proyectos como instrumentista acompañando a solistas vocales e instrumentales, y la posterior creación de su propio ensamble de música de cámara, Jupiter, nos han ido admirando a cuantos disfrutamos de la denominada música antigua. Su actual condición de director de tan magna obra e intérpretes, y con un resultado tan sobresaliente, no es más que una evolución lógica de sus aptitudes e inquietudes musicales.

Se presentaron en el escenario la orquesta y el coro con unas dimensiones reducidas para la sala sinfónica del Auditorio Nacional. Si la orquesta, de 3, 3, 3, 3 en la cuerda, más el bajo continuo y los instrumentos solistas del viento requeridos en la partitura así nos lo pudiera parecer, el tamaño del coro sí que fue sorprendente, con tan solo 14 miembros. Les adelanto que esta cuestión no fue en absoluto ningún inconveniente.

Apareció Dunford en el escenario con su inseparable archilaúd e inmediatamente lo acomodó en un soporté y se subió al podio para iniciar la obertura. La energía que desprendía la orquesta compuesta de excelentes músicos individuales se mostró como un único y entusiasta instrumento bajo las órdenes concisas e igualmente vitalistas de laudista francés. Los violines revelaron su bello y dúctil sonido de empaste absoluto, así como mostraron su virtuosismo extremo en los tempi velocísimos en los movimientos ágiles. Fueron asimismo férreos y orgánicos bajo las órdenes del director. La maestría técnica individual permitió siempre una suma transparencia de todos los pasajes y líneas de cada sección.

Debemos señalar, además, la alternancia de Thomas Dunford en el podio como un director al uso y como un director-laudista que desempeña ambas tareas de espaldas al público, algo singular en esta ocasión pero que estamos acostumbrados a presenciar en instrumentos de tecla. Esta particularidad, no restó ni un ápice a la precisión rítmica, ni dificultó la comunicación y los ajustes de tempo entre los solistas vocales con el grupo instrumental en los innumerables recitativos y arias.

El elenco vocal estuvo encabezado por la mezzosoprano Lea Desandre, compañera de fatigas de Thomas Dunford, y que deslumbró al público del Auditorio Nacional tanto por sus virtudes vocales y actorales como por su magnetismo personal. Ataviada con un bello vestido blanco, símbolo de la pureza de la mártir Theodora, cada una de sus intervenciones poseyeron ese halo trascendente de quien debe ser protagonista y consigue destacar por su cualidades y virtudes. Su bellísimo timbre de mezzosoprano estuvo en comunión continua con una depurada técnica vocal, que le permitió hacer suyo el papel protagonista originalmente ideado para la soprano Giulia Frasi con un desempeño en el registro agudo tan sublime como aparentemente sencillo. Su dominio del fiato y de la coloratura fueron extraordinarios. En todo momento su volumen fue el adecuado tanto en los fortes como en los pianos, mostrando una voz plena, sin complejos, pero con un control cuidado y natural.  Además, su discurso en los recitativos fue de una dicción transparente y de una expresión máxima. Asimismo, sus dúos con otros solistas estuvieron cantados con un sentido de conjunto absoluto, y tanto ella como sus compañeros vocales e instrumentales conformaron un verdadero grupo de cámara exquisito.

Debemos aclarar que todos los cantantes, incluidos los miembros del coro, interpretaron la totalidad del espectáculo sin partitura alguna. Dada la duración del oratorio y los innumerables números que contiene, así como su complejidad, es algo asombroso que otorgó a la creación haendeliana una credibilidad, un dramatismo y una inmersión tanto de artistas como de público, extraordinarios. Este aspecto abre un arduo debate en cuanto a la preparación, estudio e interiorización del repertorio por parte de los cantantes, máxime cuando en este mismo ciclo es habitual que este tipo de obras, ya no oratorios, sino óperas, sean representadas en versión de concierto, y que casi siempre son interpretadas con la partitura en escena, con todo lo que ello conlleva. Pero este no es el caso, y el debate lo protagonizaremos en otra ocasión.

El rol del amante de Theodora, Didymus, fue encarnado por el contratenor Hugh Cutting, quien exhibió una voz de timbre absolutamente natural en los registros medio y agudo, pasando a pecho sin tapujos en la zona grave. Su agradable voz estuvo asimismo en buen equilibrio sonoro con la orquesta, algo que denota por una parte un dominio del apoyo inusual para muchos contratenores, a la par que denota un sentido global del equilibrio sonoro por parte de Dunford. Su articulación del texto fue también excelente, y sus pasajes en las arias de bravura fueron cantados con unos cambios de afectos latentes, además de contar con un dominio total de las coloraturas.

Avery Amereau, mezzosoprano de voz más grave que Lesandre, pero del mismo modo con una técnica que bebe del bel canto pero que se adapta a la perfección a este repertorio, se encargó de personificar a Irene, la amiga de Theodora que presagio su fatal destino, y que el vestido rojo sangre escogido fue el ideal para situar a artistas y audiencia en la fatalidad que inevitablemente iba a acontecer. Amereau posee una técnica de canto formidable, que resalta la profundidad de su voz y que le otorga un dramatismo especial para el personaje, a la vez que es dueña de un fraseo fabuloso que destacaba en sus melodías de máxima inspiración ideadas por Haendel, y que permitían que la belleza y el patetismo de sus fragmentos fueran tan deliciosos como creíbles.

Estos tres personajes que encarnan la moral cristiana se contraponen con los otros dos restantes, pertenecientes a la cruel moral romana que ejecutará a Theodora y a Didymus. El tenor Laurence Kilsby fue quien dio vida a Septimus, oficial romano amigo de Didymus que no evita la fatalidad. Para ello, Kilsby empleó su excelente sentido del drama y utilizó de un modo magistral los afectos que espléndidamente Haendel coloca en sus números. De timbre ligero, pero con el suficiente cuerpo y carácter en su timbre, el tenor británico confirió de un modo formidable sus coloraturas y empleó su fácil registro vocal para que sus intervenciones fueran lo más creíbles e interiorizadas.

Quien se ocupó del papel de Valens, gobernador de Antioquía, fue el bajo Alex Rosen, quien mediante una voz timbrada de gran belleza y de carácter innegable, dio credibilidad al personaje seguramente más perverso y hermético del oratorio Estuvo especialmente asertivo y atemorizante en sus arias de temperamento más fuerte y que contienen pasajes tenuto con un fraseo más prolongado. Su presencia fue intimidante y dramática en sus intervenciones, demostrando un buen registro grave en las cadencias que así lo permitieron.

La gran cantidad de interacciones entre sí del reparto vocal solista fueron interpretadas de un modo óptimo mediante un verdadero ejercicio actoral. La ausencia de partitura permitió la verdadera interiorización de música y texto. Asistimos a una verdadera interpretación semiescenificada a la que solo faltó la escenografía y el atrezzo para completar su dramaturgia completa.

Dada la gran extensión de la partitura, de más de tres horas de música, debo destacar algunas características individuales de los miembros de la orquesta. Así, el papel de la concertino Louise Ayrton fue primordial para conferir a la sección de cuerda de una unidad y una articulación tan similar como efectiva. La sonoridad de la cuerda fue de una belleza fabulosa en los momentos más líricos, pero se tornó en áspera o incisiva empleando los recursos que la agógica y el manejo del arco confieren. La sección de violonchelos denotó una especial delicadeza y un excelente dominio técnico en los pasajes de inusuales agudos.

El bajo continuo fue un elemento primordial para el desarrollo del oratorio, especialmente para el buen funcionamiento de los recitativos, con unos cantantes que siempre estaban de espaldas a la orquesta, y que en gran medida fue la capacidad de Thomas Dunford la que ajustó esta difícil misión. Especialmente importantes para esta labor fueron el violonchelista Cyril Poulet, la contrabajista Chloé Lucas y la fagotista Evolène Kiener. Los instrumentos armónicos de la sección confirieron una labor fabulosa en el ejercicio del correcto afecto o de dotar del determinado ambiente a cada escena dispar. Así, los laúdes del propio Thomas Dunford y de Yuli Bayeul otorgaron la incisividad necesaria exuberantemente, mientras que la clavecinista y organista Violaine Cochard destacó sobremanera en el ejercicio del órgano, otorgando un halo verdaderamente religioso a las escenas de temática cristiana.

Los instrumentistas de viento desempeñaron una labor primorosa, añadiendo los colores precisos tan fantásticos que la mente de Haendel ideó en cada escena. Me gustaría resaltar la excelente labor de las flautistas Anne Parisot y Georgia Browne, quienes infundieron una delicadeza y un timbre etéreo a sus intervenciones de las arias más delicadas.

El coro merece una mención especial. A la ya inusitada carencia de partitura, debemos poner en valor su escaso número de componentes en una sala como la sinfónica y el extraordinario resultado artístico conseguido. Con un orgánico de cuatro sopranos, tres mezzosopranos, cuatro tenores y cuatro bajos, la sonoridad del grupo vocal fue valiente, plena -de un volumen mucho mayor al que pudiéramos imaginar- y de una expresividad y calidad extraordinarias. La afinación fue asimismo de una perfección asombrosa. Los números corales consiguieron una veracidad y un patetismo especiales gracias a la interiorización de cada número y a la dicción transparente del texto. Los planos sonoros estuvieron mimados, consiguiendo unos fortes verdaderamente inesperados y unos pianos de una belleza sobrecogedora. La complejidad de sus intervenciones estuvo dominada con sobresaliente, y el fraseo y la claridad de cada una de las cuerdas, especialmente en las fugas y fugatos, fue ejemplar. Debo mencionar especialmente a la cuerda de sopranos por su sonido extrovertido, bello y sin miedo al uso de vibrato en este entorno de los grupos vocales de la música antigua y barroca que buscan un sonido plano y en ocasiones, frío. La calidez y la expresividad de las sopranos se extendieron al resto de secciones, en donde la cuerda de bajos destacó por su bravura, belleza tímbrica y sonido maduro.

En definitiva, una velada inolvidable que sitúa a Jupiter y a Thomas Dunford como la gran esperanza de la interpretación historicista de nueva generación. Si este es su primer proyecto de estas dimensiones, el futuro que nos aguarda es extraordinariamente halagüeño.

Simón Andueza

 

Lea Desandre, mezzosoprano, Hugh Cutting, contratenor, Avery Amereau, mezzosoprano, Laurence Kilsby, tenor, Alex Rosen, bajo.

Jupiter, coro y orquesta. Thomas Dunford, archilaúd y dirección.

Theodora, Georg Friedrich Haendel (1685-1761).

Ciclo ‘Universo Barroco’ del CNDM.

Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música, Madrid. 4 de octubre de 2025, 18:00 h.

 

Foto © Rafa Martín

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