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Crítica / Don Giovanni: el ibérico Don Juan - por Javier Extremera

Sevilla - 07/10/2025

Han transcurrido once años, seguramente demasiados, para que el perpetuo Don Giovanni vuelva a escabullirse por las calles de esa Sevilla que durante las últimas semanas ha estado inmersa en la variada programación de su Primer Festival de Ópera que ha tenido como cenit el estreno de una nueva producción de esta obra eterna, firmada galantemente mano a mano por una pareja musical irrepetible como fueron Mozart y da Ponte. Y es que, sería muy difícil de entender que un Certamen de Ópera instaurado en el corazón hispalense, no tuviera como insigne participante a este dissoluto punito parido por un licencioso y perseguido fraile, que ha paseado el nombre de la ciudad a lo largo ya de casi cuatro siglos y a la que, curiosamente, llegó desterrado por el condenatorio bufido del mismísimo Conde Duque de Olivares.

El mito teatral creado por Fray Tirso de Molina, que tan bien se ha ido amoldando y evolucionando al devenir de nuestras sociedades, renace como atemporal arquetipo del macho ibérico (cabeza de toro incluida) en la producción estrenada el pasado año en la Ópera de Colonia y que ha servido para inaugurar la ambiciosa temporada del Teatro de la Maestranza, donde se van a poder escuchar nada menos que hasta once títulos diferentes. La italiana Cecilia Ligorio, responsable de la régie, nos propone un universo “de género” con dos mundos diferentes y enfrentados entre sí. Uno (la noche), el afligido de las sombras y las tinieblas, alumbrado exclusivamente por las velas y el resplandor de la luna, por el que pululan los personajes pertenecientes a las clases sociales más pudientes. El otro (el día), el alegre, luminoso y resplandeciente de las bombillas que alumbran a las clases populares, esas a las que solo le restaban un par de años para asaltar la Bastilla parisina (Viva la libertá). Colores oscuros y azules para las élites, rojo intenso, el color del pecado y de lo prohibido, inundando las escenas de contenido sexual; y finalmente el blanco para ese campesinado inmaculado e ingenuo, que son arcilla en las manos de nuestro promiscuo y manipulador protagonista. No creo que sea casual que si juntásemos los vestidos llevados por las tres féminas protagonistas obtengamos como resultado una bandera francesa.

Ligorio, más cómoda en los terrenos dramáticos que en los puramente jocosos, propone unos decorados de líneas clásicas y arquitectura circular, para una puesta en escena muy dinámica (el ocaso y la decadencia de esa alta sociedad se palpa en sus mugrientas paredes) parecida a un carrusel de feria que no ceja de girar y que le sirve para ir exponiendo sobre la plataforma sus diferentes estampas y una dramaturgia cargada de fisicidad (la desnudez de los cuerpos es manifiesta desde el arranque) y como si de un corte de fotograma de película se tratara. En un abrir y cerrar de ojos cambiamos de escenario y de ambiente. Como en ese sorprendente giro en el que de sopetón nos empuja frente al ataúd del Comendador donde uno puede incluso llegar a oler el incienso. Eficaz y directo.

La italiana dirigió actoralmente muy bien a los cantantes, aunque se eche de menos sobre la escena (acertadamente iluminada siempre por Andreas Grüter) algunos clichés que van ensamblados inevitablemente a la obra, como son por ejemplo las espadas ensangrentadas (la goyesca muerte del Commendatore se produce a garrotazo limpio) o la copiosa cena del cuadro final (aquí la comida y el vino es sustituida por el muslamen de los bailarines). Los números coreográficos de Daisy Ransom Philips fueron en general irrelevantes y gratuitos, salvo en el “aria del catálogo” eficazmente desplegada con ese desfile de maniquís femeninos de carne y hueso.

La batuta

Titular de la ópera de Atlanta, el mexicano Iván López-Reynoso, es un efectivo acompañante de voces bien guarnecido aquí por la sedosa y cantarina sección de cuerda de la Sinfónica sevillana. Trazó desde el inicio un traslúcido universo sonoro mozartiano (poco trágico) de tempi muy paladeados y contemplativos, repletos de texturas diluidas y etéreas (ideal para cualquier cantante), lo que provocó que el fuego no prendiera en las escenas más dramáticas, como por ejemplo en el trío inicial o en la memorable aparición final de la estatua que transcurrió de manera fría y monótona, sin suspense ni desasosiego. Más cómodo entre la luz que explorando las tinieblas, su gusto por ralentizar la partitura le hizo desplegar, eso sí, un expresivo e imperecedero rubato en el inolvidable Dalla sua pace la mia depende de Don Ottavio, que puso al borde de un precipicio al tenor. Inolvidable.

El reparto vocal

Tras su insulso Fígaro mozartiano de hace tres años, retornaba al coso del Guadalquivir Alessio Arduini esta vez para dar vida a un despecheretado Don Giovanni sin chiaroscuros, de impoluta dicción italiana, adicto al gym y a la comida sana, al que gusta de exhibir su lozano torso cada vez que la ocasión lo requiere. Con bastantes problemas de volumen y emisión (mucho más cómodo en el recitativo), regaló un libertino endeble, pastoso y tenue (escaso de graves), muy dado al declamado. “La ci darem la mano” sin atisbo de delicadeza y finura; y un gélido “Deh, vieni alla finestra” sin seducción y garbo. Curiosamente, David Menéndez volvía, once años después de aquel Don Giovanni versión Mario Gas, a enfrascarse el atuendo de Leporello. Pese a sus dosis de humor, el instrumento propio de buffo ha perdido inevitablemente agilidad, brillo y colorido, pero a cambio se desenvuelve con un desparpajo proverbial sobre el escenario (magnífico actor) acertando de pleno en su despliegue de canto silabato. Bien modulado el elegante y refinado Don Ottavio de Marco Ciaponi, un tenor lírico ligero de pulida técnica e inmaculado agudo. Pese a que se nos privara del maravilloso “Il mio tesoro” del estreno praguense, regaló un exquisito y espléndidamente adornado (canto fiorito) “Dalla sua pace la mia depende” cantado “a cámara lenta” (generosísimo fiato) y echando mano de un pianissimo sobrenatural. Belleza canora en estado puro. Efectivo, seguro y repleto de dignidad, el sufrido y divertido Masetto de Ricardo Seguel. Deslucido, áspero y sin rotundidad el Comendador de George Andguladze, que no alcanzó nunca las notas más graves de bajo profundo requeridas en su fantasmal aparición.

Del reparto femenino sobresalió Ekaterina Bakanova como una Donna Anna de gran bravura, sin duda la triunfadora del estreno, junto a la Zerlina de Marina Monzó. Voz poderosa y ancha de soprano lírica, con un centro amplio, robusta emisión y agudos naturales. La rusa ofreció su mejor momento en el intenso “Crudele!… Non mi dir, bell’idol mio” del segundo acto, donde sorteó con mucha habilidad la endiablada coloratura exigida por Mozart. Voz fresca y timbrada la de la soprano ligera valenciana Marina Monzó, que estuvo arrebatadora en sus dos grandes arias: “Batti, batti” y “Vedrai, carino”, alcanzando el registro agudo de manera franca y natural. A la sufriente y ardorosa Donna Elvira de Julie Boulianne, se le atragantaron algunos de sus pasajes con coloratura ya que su tesitura es de mezzo y no de soprano. Tensa escalada hacia el registro alto en un tirante y vacilante “Mi tradì quell’alma ingrata”. En definitiva, congratularnos del regreso de este díscolo y promiscuo hijo pródigo, porque al fin Don Giovanni ha vuelto a la que siempre será su casa.

Javier Extremera

 

Sevilla. Teatro de la Maestranza. 04-octubre-2025.

Wolfgang Amadeus Mozart: Don Giovanni.

Alessio Arduini, Ekaterina Bakanova, Marco Ciaponi, George Andguladze, Julie Boulianne, David Menéndez, Marina Monzó, Ricardo Seguel.

Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.

Director Musical: Iván López-Reynoso.

Director de escena: Cecilia Ligorio.

 

Foto © Guillermo Mendo

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