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Crítica / Farnace, el segundón - por Álvaro de Dios

Madrid - 06/10/2025

Seguro que conocen la vieja institución del mayorazgo, por la que el primogénito se llevaba todo y el “segundón” sólo las migajas, en el mejor de los casos. Las razones que se manejaban para mantenerlo estaban marcadas por el momento histórico y a nosotros sólo nos corresponde comprender los motivos, sin entrar en materia ni posicionarnos.

Pero las circunstancias actuales son distintas y si no hay cabida legal para esta figura en el derecho civil, sí que encontramos bastantes paralelismos opinables con las situaciones que se le presentan a los padres/gestores que administran el patrimonio de un teatro entre los distintos hijos/óperas que lo reciben.

Así, parece claro que al pobre Farnace le tocó el papel de segundón, de hijo simpático, aseado, atractivo y con ciertas cualidades, pero del todo insuficientes para optar a una parte del patrimonio del primogénito Otello, que además es famoso por sus malas pulgas y será mejor no enfadarlo.

Comprendemos la tendencia moderna de programar versiones de concierto de óperas, motivada por poderosas razones económicas -producir una ópera al nivel exigible en un Teatro Real no está al alcance de cualquiera-, o por ineludibles exigencias organizativas y de oportunidad -el Real está representando Otello a la vez y es de suponer que acapara en exclusiva todas las plataformas para los decorados-, pero nos gusta poco.

El caso es que esa decisión, aun siendo legítima y comprensible, despoja a este Farnace de características esenciales para poder considerarlo una ópera, que siguen siendo un dramma in música. Parece coherente pedir que la quintaesencia del concepto de teatro musical necesite de escenografía y actuación, de decorados, trajes y movimiento, porque eso era lo que volvía locos a los venecianos cuando el Farnace, obra estrella del Cura Rojo, abarrotaba el Sant’Angelo. Y seguro que habría sido lo que le gustaría ver a Don Antonio, porque aunque el hombre se hartó a vender conciertos instrumentales, se pasó a la ópera ya que era lo que de verdad le gustaba. Así que prefiero que no me lo vendan como una ópera, porque esto es otra cosa.

Segundón también por el número de representaciones, con la tristeza de hacerse una solitaria vez, frente a la opulenta cantidad de su hermano mayor, que vuelve a llevárselo todo, evitando celos de primogénito. Conviene subrayar que salvo que uno sea VIP de alfombra roja, los estrenos suelen ser mal momento de asistir a una ópera, porque hay muchas cosas que rodar y estabilizar y es del todo improbable que musicalmente se alcance el máximo nivel posible, que acostumbra a llegar tras alguna representación. En este Farnace no encontramos ese inconveniente, porque la representación única es estreno y clausura, se va sin red, lo que salga salió y lo que no salga… mala suerte, irá al limbo de lo que pudo ser y no fue. Y realmente habríamos necesitado el colchón de repetir y pulir cosas, ya que hubo unas cuantas susceptibles de mejorar. Soy de la opinión de que el primer compás imprime carácter, es esa autoevaluación del músico que hace una última comprobación para asegurarse de que todo está en orden; cuando el primer compás fluye como debe, se extiende una grata sensación de que todo va a ir bien, de que “estás fuerte”. Por el contrario, un arranque débil es premonitorio de una ejecución con dudas, con irregularidades, una lucha por corregir lo que empieza mal, que tendrá que evolucionar a lo largo de todo el concierto y ya veremos cómo.

Así, I Gemelli tuvo que luchar contra un arranque caótico de los de “hoy no tengo el día”, que si bien es irrelevante para valorar toda una ópera, sí resultó representativo  de lo que se escuchó el resto de la velada. No existe una postura única y clara en cuanto a la necesidad de llevar director, dependiendo, entre otros muchos factores, de la plantilla que se maneje: un cuarteto de cámara no lo necesita, pero si la figura del director surge. es precisamente ante la necesidad de manejar y coordinar una masa sonora amplia. En este Farnace no había una cabeza pensante visible y créanme que se echó muchísimo en falta, con imprecisiones constantes y desajustes en las entradas durante toda la noche. La estabilidad del tempo y la intensidad resultaron también puntualmente discutibles, pudiendo sufrir alguna que otra bajada de tensión.

Ya saben que esta música se articula fundamentalmente en torno al poderío de un rotundo motor en el continuo… pero a este le faltaba cilindrada y el debido empuje, a pesar de los esfuerzos de unos graves magníficos y de una encantadora clavecinista, cuyo instrumento se oía poco -al menos desde mi asiento-.

En resumen, tener a una figura moviendo brazos, cabeza y cuerpo para orientar en  cómo debe seguirse su lectura, será más convencional y normativo… pero funciona mejor. Visto lo visto, se deduce que los segundones tampoco tienen derecho a director y me parece una pena degradar así a esta magnífica ópera.

La dirección musical la firmaba Farnace, o sea, Emiliano González Toro, que si no cumplió como director, sí tuvo la oportunidad de redimirse cantando el rol principal, pensado por Vivaldi para alto, lo que me generó la continua sensación de que González Toro estaba incómodo con la tesitura. Nada determinante, porque cuando encaró esa maravilla llamada Gelido in ogni vena borró cualquier posible duda y sembró de silencio reverencial el teatro, ocupados como estábamos en gestionar nuestras emociones ante tanta belleza descarnada. La salvajada conceptual del padre sacrificando a su hijo los “elevados valores” moralizantes de la ópera, exige altura vocal en la reflexión del cantante, para transmitir la crudeza del cromatismo y el frío emocional del rol, que tan bien dibuja Vivaldi reutilizando los motivos de su “L’inverno”.

El secundario Gilade -Key’mon W. Murrah- pasó a principal, compartiendo sincera ovación con Farnace y ganándose a pulso la consideración con una interpretación vibrante y brillante de la melodía vivaldiana en registros de un fantástico -e inhabitual- sopranista, como si lo hubiera designado el propio Vivaldi para interpretar al finísimo ruiseñor que nos regaló en un aria.

Abundando en esa impresión de que lo vocal estuvo bastante por encima de lo instrumental, gustó muchísimo Tamiri -Deniz Uzun- con su continuo alarde de poderío en los registros más graves y mucha clase cantando. Idéntica consideración para Berenice -Adèle Charvet-, que interpretó con mucho gusto y credibilidad el papel de la malísima. Pero un servidor se queda con la magnífica Selina -Séraphine Cotrez- que supo entender a la perfección la sensualidad de su papel, poniendo elegancia y mucha finura en un escenario demasiado huérfano de espíritu operístico. Muy correcto también un Pompeo -Juan Sancho- dispuesto a exprimir la brevedad de su papel, a quien agradecemos su osadía con las ornamentaciones de la volta, acostumbrados como estamos a que otros menos creativos se limiten a lanzar una octava alta y poco más.

En resumen, una producción un tanto irregular por las prisas, la circunstancias y la necesidad. Estoy convencido de que si Don Antonio, de contrastadísima experiencia en las refriegas económicas para sacar adelante sus producciones, hubiera conocido sus óperas desnudas de escenografía, se habría enfadado bastante; así que la próxima, con decorado, trajes y director, por favor. Nos va a gustar muchísimo más.

Álvaro de Dios

 

Farnace. Antonio Vivaldi.

Teatro Real, 27-09-2025. Versión de concierto, única representación.

Reparto:

Farnace: Emiliano González Toro 

Gilade: Key’mon W. Murrah

Berenice: Adèle Charvet

Tamiri: Deniz Uzun

Pompeo: Juan Sancho

Selinda: Séraphine Cotrez

Aquilio: Álvaro Zambrano

Ensemble I Gemelli

 

Foto © Javier del Real

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