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Crítica / Comienza la temporada de la Orquestra de València - por Joan Gómez Alemany

Valencia - 20/10/2025

La Orquestra de València, bajo la dirección de Alexander Liebreich, ofreció un exitoso programa de especial belleza y contraste, donde la Sinfonía n.º 44 «Fúnebre» de Haydn dialogó con la Sinfonía n.º 1 de Brahms y con el estreno en España de Mural (2009), obra del compositor José María Sánchez-Verdú, actual compositor residente del Palau de la Música. Antes del concierto, a las 18:15, se celebró un interesante coloquio que reunió a Nieves Pascual, Paco Yáñez y el propio Sánchez-Verdú, quienes, desde diferentes perspectivas, iluminaron los vínculos entre la creación contemporánea, la tradición y el espacio institucional que las acoge.

Nieves Pascual, musicóloga y subdirectora del Palau, abrió el encuentro reflexionando sobre el valor de contar con un compositor residente. Destacó que esta posición no es meramente simbólica, sino una manera de fortalecer los lazos entre la institución y la creación viva, permitiendo que el presente sonoro dialogue con la historia del propio Palau. Recordó, además, el papel pedagógico de esta figura, esencial para que el público conozca en profundidad la obra y el pensamiento de los creadores contemporáneos. En ese sentido, la residencia del compositor no solo aporta un corpus de obras y encargos por parte del Palau (su obra Medea, que se estrenará el 15 de mayo de 2026), sino también una forma de pensamiento que se despliega en charlas y encuentros, como la próxima cita en el XI Congreso Internacional de Música de Cine, donde el 31 de octubre Sánchez-Verdú ofrecerá una ponencia titulada «Nueva creación musical y cine mudo: un territorio fructífero».

El crítico musical Paco Yáñez situó la obra de Sánchez-Verdú en lo que denominó «la vanguardia de la tradición», subrayando su capacidad para tejer un diálogo fértil entre la herencia del pasado y las corrientes más avanzadas del presente. En sus palabras, el compositor andaluz logra mantener vivo el legado de la cultura occidental en constante diálogo con la modernidad más experimental. Yáñez citó al artista visual Anselm Kiefer, quien en su arte es capaz de trabajar la gran tradición y sus símbolos desde lenguajes netamente contemporáneos de raíz matérica y expresionista, mezclando figuración y abstracción de manera muy sutil y recordándonos que tradición y vanguardia no tienen por qué ser antagonismos. De igual modo, la música de Sánchez-Verdú rehúye esta oposición dual, proponiendo en cambio un territorio intermedio donde ambos polos se fecundan y se reconfiguran.

En su intervención, Sánchez-Verdú recordó su larga relación con la ciudad de València, que se extiende ya por más de dos décadas. Su primera visita data de 1998, cuando participó en el Festival Ensems junto al Trío Arbós, invitado por Joan Cerveró. Desde entonces, su vínculo con el tejido musical valenciano ha sido constante, colaborando con el Grup Instrumental de València, visitando conservatorios como los de la capital del Turia y Castelló, participando en certámenes de bandas, entre otras actividades. Estas, confesó, le han permitido observar de cerca el desarrollo de la vida musical valenciana, resaltando que la Orquestra de València ha sido la primera en toda España que lo ha nombrado compositor residente.

Paco Yáñez y Sánchez-Verdú establecieron un diálogo sobre las coincidencias entre el actual compositor residente y su predecesor, Toshio Hosokawa. Ambos, señalaron, comparten una profunda sensibilidad intercultural. Hosokawa tiende puentes entre la tradición japonesa y la occidental, mientras que Sánchez-Verdú explora el imaginario mediterráneo, abarcando desde el Magreb hasta las culturas griegas y fenicias. En ambos, el silencio, el vacío, la caligrafía y la contemplación adquieren una presencia esencial, funcionando como principios estructurales y poéticos al mismo tiempo.

Nieves Pascual definió a Sánchez-Verdú como un auténtico «embajador cultural», destacando la amplitud de su labor, que trasciende lo estrictamente musical para abarcar un trabajo de mediación entre disciplinas artísticas. Mencionó asimismo su importante aportación al género operístico y su dedicación durante los ensayos de Mural con la orquesta. Nieves apuntó algunos rasgos particulares de la obra, como el uso de CDs situados en las campanas de los instrumentos de metal, una intervención que modifica el timbre, abriendo una dimensión acústica nueva dentro del conjunto orquestal.

Invitado a profundizar en su obra, Sánchez-Verdú explicó que Mural posee una naturaleza plástica, casi visual. Comparó su estructura con la experiencia de contemplar un muro o un mosaico de la Alhambra, donde la mirada no se rige por un orden lineal, sino que se desplaza libremente por una superficie que invita a la exploración. De igual modo, su música propone un recorrido no direccional, donde el oyente puede construir su propia percepción del tiempo. El compositor insistió en que no concibe la obra como un discurso cerrado, sino como una dramaturgia abierta, sin previsión de lo que sucederá más adelante: «Cuando componía el compás diez, no sabía cómo sería el diecisiete», afirmó, evidenciando un proceso creativo en el que la forma se genera desde la intuición y la materia misma del sonido. Sánchez-Verdú describió Mural como una obra «compuesta como un pintor», guiada por una sensibilidad sinestésica que le permite asociar sonidos y colores, texturas y timbres, construyendo una superficie sonora que vibra entre lo visual y lo auditivo de manera compleja. Esta hibridación de los sentidos, añadió, es esencial en su manera de concebir la música como un espacio expandido donde la escucha es también mirada, donde el sonido se convierte en gesto, trazo y relieve.

El coloquio, en su conjunto, reveló no solo la profundidad del pensamiento del compositor, sino también la sensibilidad e inteligencia de quienes lo acompañaron en la conversación. A continuación, el público se trasladó de la Sala Rodrigo a la Sala Iturbi para dar comienzo al concierto.

La obra inicial fue la Sinfonía n.º 44 en mi menor «Fúnebre» de Haydn. La Orquestra de València nos situó ante una obra donde resuena el espíritu Sturm und Drang. Aquí Haydn no compone una sinfonía que mira al pasado, sino una tensión que inaugura el futuro. Una lucha entre orden y fractura, entre el gesto ilustrado y la emoción prerromántica. Liebreich, al dirigir sin batuta, propone un retorno táctil a la materia del sonido. Sus manos se transforman en prolongación de la respiración orquestal, más con un enfoque de cámara que sinfónico. Esto se debe a la reducida plantilla de cuerdas (por ejemplo, solo dos contrabajos) y pocos vientos (dos trompas y dos oboes) que modelan un color instrumental que huye de toda grandilocuencia. El resultado es una orquesta “pequeña” en número, pero enorme en detalle. Cada ataque, cada silencio, cada arco que se tensa o se retira, suena en su pureza y desnudez. Se ha de tener en cuenta que esta sinfonía se presenta en un auditorio construido para albergar orquestas de gran envergadura, como las propias del romanticismo tardío.

El Allegro con brio inicial no es tanto un impulso heroico como una tragedia en miniatura. Las notas que abren la obra funcionan como una célula generadora que se repite, se contrae y se disemina, en un trabajo que potencia el desarrollo. Los acordes trágicos, rodeados de silencios abruptos, crean un espacio dramático donde el sonido parece preguntarse por su propio sentido. En algunos pasajes, la música se vuelve violenta, casi física. Es el caso de los contrabajos que ocasionalmente produjeron un timbre percusivo al golpear fuerte las cuerdas en el diapasón.

El Menuetto. Allegretto-Trio, en compás de 3/4, ofrece un contraste de carácter danzarín. Con su ritmo picado y elegante, se percibe casi como un carnaval irónico y aristocrático. Haydn juega con las modulaciones entre el modo menor y mayor, y con sutiles desplazamientos rítmicos que parecen deconstruir la propia estabilidad de la danza. El Trio, algo rústico, introduce un aire casi campesino. Cabe tener en cuenta que, en aquella época, la distinción entre música popular y culta no era tan marcada como lo sería posteriormente. En manos de Liebreich el fraseo adquiere una ligereza medida, sin sentimentalismos, como si el humor haydniano se filtrara por debajo del gesto coreográfico.

El Adagio, en Mi Mayor, ofrece una pausa de luz. No es la melancolía romántica que asociamos con la lentitud, sino un tiempo suspendido, sin gravedad, incluso algo ligero y Andante. A destacar el cuidado gesto de Liebreich enfatizando las sonoridades en pianissimo, ecos que son motivados por la repetición de un breve pasaje, pero que se diferencian gracias a las dinámicas. Frente a la tendencia “natural” de los intérpretes a tocar en dinámicas fuertes y cómodas, el director buscó un sonido más delicado, de ejecución cuidadosa, capaz de transmitir la intimidad y la atmósfera propias de la música de cámara.

El Presto final devuelve la tormenta y la tonalidad en mi menor. Una escritura fugada, llena de contrapuntos y espejos, donde las voces se vuelven relámpagos. Se hace de nuevo el espíritu Sturm und Drang que rompe el equilibrio clásico. Los sforzando, que cortan el discurso con violencia, anticipan ya el universo beethoveniano. La cuerda corre con una urgencia que busca el vértigo. Cabe destacar el breve pero hermoso y ágil solo de los dos oboes sobre las cuerdas, que desarrollan figuras con escalonados engranajes interválicos, generando una melodía electrizante. La sinfonía termina en modo menor, una tonalidad muy poco frecuente en las más de cien composiciones que Haydn escribió en el género sinfónico, casi todas en modo Mayor, lo que resalta la particularidad y originalidad de esta obra.

Mural (2009) de José María Sánchez-Verdú es, más que una partitura, una experiencia perceptiva, un modo de pensar y sentir el sonido desde su propia materialidad. El propio compositor ha explicado, en entrevistas como la realizada por Carola Anhalt (cuyo texto se facilitó al público durante el coloquio previo al concierto), que el título remite a la idea de muro o superficie sobre la que se inscriben signos, colores y gestos. En su sentido más profundo, “mural” no es tanto una pared física, sino una metáfora de la escritura como acto de inscripción. El sonido como huella y la orquesta como muro vibrante.

Sánchez-Verdú, que desde hace décadas se interesa por una estética del infra-sonido y el silencio, concibe aquí la música como una suma de escrituras múltiples y preciosistas, como los miniaturistas de la Edad Media al trazar sus manuscritos. Lo que en un mural pictórico es superficie, en la obra se traduce en tiempo, y lo que en la pintura son pigmentos y materia, aquí son timbres y ecos. La obra se despliega como un tapiz sonoro donde cada textura es una capa, cada pausa una grieta, cada resonancia un trazo. Recordemos que el compositor es un gran admirador de la música de Morton Feldman, quien escribe en el libro Pensamientos verticales (editado por Caja Negra): «La música y los diseños o patrones repetidos en un tapiz tienen mucho en común» (p. 171). Y solo hay que escuchar una obra orquestal suya como Coptic Light (basado en un tapiz copto) para darse cuenta rápidamente de esto, aunque el material sonoro sea bastante diferente del utilizado por Sánchez-Verdú. Algo totalmente comprensible y natural, dado que se trata de compositores de generaciones y contextos geográficos diferentes.

Desde el inicio, Mural genera una masa sonora que respira, crece y decrece entre la penumbra del silencio. El oyente no percibe una melodía reconocible ni una progresión bien diseñada, sino un organismo que se expande en oleadas, como si la orquesta fuese una gran superficie plástica a la que se le realiza una action painting. Los instrumentos no dialogan, se funden, no hay jerarquías ni melodías solistas; más bien, todo tiende hacia la fusión de materiales hasta perder la noción de origen. La instrumentación es de gran riqueza y pone el acento en los registros graves y en timbres particulares: saxofón bajo, clarinete contrabajo, contrafagot, flauta baja, tuba, junto a acordeón, arpa, piano y tres percusionistas que multiplican los matices tímbricos de la textura. Este “caleidoscopio de colores” crea una resonancia profunda, terrosa, que evoca muros de arena, paredes rugosas o relieves desgastados por el tiempo. En contraste, emergen de tanto en tanto destellos mínimos y lumínicos de gran fuerza expresiva, como los whistle-tones (silbidos) de la flauta que flotan como brumas, pequeños intervalos del corno inglés que asoman y desaparecen, notas del piano o el acordeón en su registro más agudo que están suspendidas en el aire como polvo de cristal, etc. Esa alternancia entre densidad y transparencia constituye el aliento vital de la obra, su respiración interior y cíclica.

Las técnicas instrumentales que Sánchez-Verdú utiliza no son un mero recurso experimental o virtuosismo superfluo, sino la consecuencia natural de su pensamiento sobre el sonido como materia y que rompe el antagonismo eurocéntrico entre tono-ruido. Así, los roces de la cuerda con la crin del arco, el aire soplado sin tono en los vientos, las vibraciones del tam-tam frotado por la superball, los armónicos ultra-agudos apenas audibles, los golpes de dedos (tapping) sobre las cuerdas, se entrelazan para construir un tejido sonoro de altísima complejidad microscópica. El oído se ve obligado a mirar de cerca, como quien observa un fresco antiguo y distingue las grietas, los pigmentos, las zonas erosionadas por el tiempo. En ese sentido, Piero della Francesca es otro nombre que puede relacionarse con el pensamiento de Sánchez-Verdú.

La orquesta se convierte en una arquitectura que se escucha. Esto queda también muy presente en un ciclo de piezas del compositor, cuyos títulos no casualmente evocan la espacialidad, como Arquitecturas del vacío, Arquitecturas de la ausencia, Arquitecturas de la memoria, Arquitecturas del límite… Los planos sonoros se superponen como capas de pintura, y el silencio no interrumpe, sino que se integra como material constructivo. El silencio no es ausencia de sonido, sino su “mural de evocación”. Hay también un trabajo constante con la repetición, con la suspensión y con la detención del tiempo, que disuelve la noción de discurso lineal y transforma la escucha en contemplación. Conviene recordar en este sentido el reciente y excelente libro del compositor, Detrás del espejo. Aproximación al concepto de repetición en un pensamiento artístico interdisciplinar, que fue objeto de una reseña nuestra para la Revista Ritmo el pasado 6 de julio de 2025.

Sánchez-Verdú busca una música que no avance, sino que permanezca, que cristalice. Frente al discurso lineal de la tradición occidental, Mural propone un tiempo inmóvil, un tiempo que se repliega sobre sí mismo y se hace espacio. Cada repetición es un eco, una resonancia que no añade sino profundiza. En ese sentido, la obra se distancia radicalmente del modelo beethoveniano que estructura la sinfonía y que se escuchó en Haydn y se escuchará aún más en Brahms. En Mural no hay desarrollo, ni clímax catártico, ni resolución cadencial. Hay presencia y una música del ser, no del devenir.

La relación con las artes visuales no es una simple metáfora. Mural se sitúa en la línea de una tradición que incluye tanto a los murales de la Capilla Sixtina, los de la Alhambra o a los grandes paneles abstractos del siglo XX. Verdú, profundamente influido por la caligrafía islámica y por la geometría ornamental, traduce a sonido la lógica de esas superficies repetitivas donde el patrón se multiplica hasta volverse infinito. Repetición, simetría, geometría, irregularidad, sobresaturación, todos estos conceptos encuentran en Mural su correlato sonoro. La obra es un conjunto de texturas que se reescriben continuamente y cada capa cubre la anterior sin borrarla del todo. Como explica Paco Yáñez en las excelentes notas de programa: «Otra estructura clave para comprender la música de Sánchez-Verdú es el palimpsesto, sobreponiendo estratos de caligrafía y pintura musical profusamente ornamentados que muestran, en las técnicas extendidas de la orquesta, la fisicidad del gesto pictórico, dando como resultado tramas de sonidos que se superponen, transforman y reaparecen a lo largo de la obra, movidas por esa “nostalgia del material” que Rainer Pöllmann dice articula la evolución de las partituras del compositor andaluz». A su vez, podemos citar las palabras de Sánchez-Verdú en la entrevista que le realiza Carola Anhalt: «Los distintos procesos y estructuras aparecen a lo largo del tiempo de la obra. La memoria y el olvido forman parte de este proceso». En ese sentido, lo que escuchamos no es solo el presente y la inscripción del sonido, sino su sombra, su huella, su disolución...

Desde otra perspectiva, Mural podría emparentarse o ser un eco distante del Mural sonante (1992-1993) de su amigo Cristóbal Halffter, compuesto en homenaje al pintor Antoni Tàpies. Sin embargo, las diferencias son profundas. Si Halffter concebía el mural como gesto expresionista, como acción sonora sobre la materia, Sánchez-Verdú lo entiende como contemplación y atmósfera. Si en Tàpies el muro se resquebraja por la violencia del trazo, en Verdú vibra por la acumulación de resonancias. En nuestra opinión, su Mural es más cercano a Rothko que a Tàpies. Es una experiencia de inmersión espiritual o metafísica, un espacio donde el espectador es absorbido por el color del sonido sinestésico.

La interpretación de la Orquestra de València fue modélica. Los gestos sin batuta de Alexander Liebreich marcaron con gran precisión las delicadísimas dinámicas y la gran diversidad de texturas. Los músicos parecían respirar juntos, atentos a la microescucha que la obra exige, construyendo colectivamente un espacio de sonoridad suspendida. Tras el último y delicado sonido se produjo un silencio prolongado, ese silencio que no es ausencia sino resonancia. Solo después el público rompió en un aplauso cálido y prolongado. El compositor salió a saludar contento y enérgico mostrando gran sintonía con el director. Había pasado algo maravilloso, la escritura sonora se había desplegado, el muro había vibrado, y la orquesta había encarnado esa superficie invisible donde el tiempo se convierte en espacio.

El estreno de Mural en España, tras su primera interpretación el 4 de febrero de 2010 por la Orquesta de la WDR de Colonia bajo la dirección de Wolfgang Lischke, marcó un inicio de temporada de enorme altura artística. Frente al espectáculo y el show business, el Palau de la Música apostó por una experiencia de escucha profunda e inteligente, por una apertura hacia el pensamiento y la estética de lo contemporáneo. La obra de Sánchez-Verdú, situada entre el mundo clásico (incluso camerístico) de Haydn y la exuberancia romántica de Brahms, actuó como un espejo que nos devuelve la imagen de nuestra propia escucha y los múltiples sonidos que la orquesta puede producir. Mural es un acto de presencia sonora, una poética de lo inasible. En tiempos de crisis y de cacofonía mediática, su delicada sonoridad nos recuerda que todavía es posible escuchar en paz y en hermosura el mundo que nos rodea.

La última obra del concierto, la Sinfonía n.º 1 en do menor de Johannes Brahms, se revela desde sus primeros compases como una partitura de gran envergadura y de importancia capital en la historia de la música. No casualmente ya en la época del compositor se pensaba que era la décima sinfonía de Beethoven. Alexander Liebreich, que utilizó por primera vez la batuta en el programa, desplegó ante el oyente un paisaje sonoro de gran amplitud y densidad romántica, donde las dinámicas y el color instrumental parecían recordarnos un pedal pianístico “imposible” de trasladar a la orquesta. La batuta, lejos de convertirse en un simple mediador, sirvió para articular las amplias sonoridades y para modelar con precisión el pulso interno de la obra, especialmente en momentos de gran sutileza y complejidad, como los pizzicatos desnudos de la cuerda que se iban acelerando.

El primer movimiento, Un poco sostenuto – Allegro, es un ejercicio de concentración motívica y desarrollo temático que sitúa al compositor como heredero directo de Beethoven y, al mismo tiempo, como visionario que anticipa la variación continua que Schönberg veía en Brahms, quien lo calificaba como “conservador progresista”. El inicio sincopado, casi obstinado, refleja la tensión de un compositor que se enfrenta al peso de la tradición sinfónica y que necesita ese impulso inicial para instaurar su propio ciclo. La pulsación interna y la metamorfosis de los motivos crean un flujo que da la sensación de un organismo en permanente transformación.

El Andante sostenuto en Mi Mayor, está en una tonalidad en sostenidos y por eso bastante alejada del do menor en bemoles. Este segundo movimiento funciona como un espejo contrastante y ternario A–B–A’, ofreciendo un espacio de contemplación y lirismo, con un carácter mucho más plano que el agitado primer movimiento. La cuerda se mueve con delicadeza, siendo reforzada por los vientos que proyectan líneas melódicas de notable claridad. La música respira como si el tiempo se dilatara, mientras la textura sugiere un diálogo interno entre la nostalgia y la melancolía.

El tercer movimiento, Un poco allegretto e grazioso, es conciso y de apenas cinco minutos. Destaca por su carácter típicamente brahmsiano, en contraste con la influencia beethoveniana más evidente en los otros movimientos. No obstante, en algunos pasajes pueden percibirse ecos de Beethoven que recuerdan el motivo del destino de su quinta sinfonía. La combinación de timbres y los contrastes armónicos contribuyen a proyectar claridad, luz y elegancia, preparando sutilmente al oyente para el monumental y catártico final de la sinfonía.

El cuarto movimiento, Allegro non troppo ma con brio – Più Allegro, en Do mayor, constituye la culminación de la travesía sinfónica. La orquesta se expande en toda su potencia, con unos metales de gran intensidad que evocan por momentos una sonoridad sacra y envolvente, o de un marcado carácter heroico. Una vez más se percibe la sombra de Beethoven y su quinta sinfonía, también en do menor y con una resolución final en Do mayor que simboliza la victoria sobre la oscuridad. La estructura formal permite a Brahms edificar un clímax en el que la tensión acumulada a lo largo de la obra se libera finalmente en un coral apoteósico, de resonancia casi litúrgica, que cierra la sinfonía con una fuerza trascendente. La obra no solo concluye en Mayor, transformando el pathos trágico inicial en afirmación vitalista, sino que demuestra la capacidad de Brahms de continuar y transformar la tradición clásica, generando una sinfonía con una estructura de lo más particular. Los grandes movimientos de esta sinfonía son, sin lugar a dudas, el primero y el último. Ambos suman aproximadamente treinta minutos en una obra de unos cuarenta y cinco, mientras que el tercer movimiento es el más breve, de apenas cinco minutos. En conjunto, se configura una estructura muy curiosa que quizá Brahms no logró equilibrar del todo. Al tratarse de su primera sinfonía (obra que le exigió un enorme esfuerzo creativo y una autoexigencia casi obsesiva), parece haber concentrado su atención en exceso en los movimientos externos (el inicial y el final), de gran fuerza y dramatismo, prestando menos cuidado a los movimientos internos, mucho más discretos y que pueden ser inadvertidos en una escucha general.

Las tres obras del programa, en su aparente contraste y diversidad, comparten un eje común en su raíz austroalemana. Esto se percibe no solo en Haydn, Brahms y Liebreich, sino también en Sánchez-Verdú, quien estudió en Alemania, imparte clases allí, reside durante largos periodos y cuya música goza de una presencia significativa en Centroeuropa. Sin embargo, no podemos olvidar que la luz y la belleza mediterránea, tan características de la ciudad del Turia, también ejercen una influencia esencial en el compositor residente de esta temporada. Con el auditorio lleno, la Orquestra de València no solo pone de relieve esa conexión cultural y estilística, sino que reafirma su capacidad de proyectarse como una formación exitosa y de primer orden en Europa, capaz de equilibrar la interpretación del repertorio histórico con la defensa de la creación contemporánea. En un panorama español donde muchas orquestas aún prestan poca atención a la música actual y a la figura del compositor en residencia, esta propuesta sitúa a la Orquestra de València a la vanguardia, demostrando un compromiso decidido con la innovación, la exploración sonora y la integración de las distintas tradiciones musicales que siguen moldeando nuestra vida cultural.

Joan Gómez Alemany

 

Palau de la Música de València, 17 de octubre de 2025

Orquestra de València / Alexander Liebreich, director

Joseph Haydn – Sinfonía nº 44 «Fúnebre»
José María Sánchez-Verdú – Mural (estreno en España)
Johannes Brahms – Sinfonía nº 1

 

Foto © Contra Vent i Fusta - Live Music Valencia

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