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Crítica / Cecilia Bartoli marca la diferencia en un Gluck de ensueño - por Simón Andueza

Madrid - 01/12/2025

Hay eventos que causan sensación, bien sea por la calidad indiscutible de sus intérpretes o por la repercusión mediática que estos hayan alcanzado en esta sociedad de la sobreinformación. En esta ocasión ambas razones nos permitieron asistir a una cita realmente extraordinaria en todos los aspectos. Y es que gracias a Impacta, el ciclo privado de reciente creación y que se ha consolidado como una referencia absoluta en la calidad y en la originalidad de sus citas, nos permitió asistir a una representación de primer nivel que transformó la sala sinfónica Auditorio Nacional en un auténtico teatro de ópera.

El principal reclamo que esta recreación de Orfeo ed Euridice de Christoph Willibald Gluck poseía era la participación como su protagonista principal de la mezzosoprano Cecilia Bartoli, algo que despertó una inusitada expectación entre los aficionados a la música clásica, pero que como veremos, no fue éste solamente su único y excepcional motivo para disfrutar de una velada de la máxima calidad artística.

Debemos aclarar que este espectáculo fue concebido para ser representado en el Festival de Salzburgo en 2023, y que dado su extraordinario éxito se decidió llevarlo de gira, con lo que la inmersión artística del elenco, que fue el mismo que el del día de su estreno, tanto los solistas, como el coro, así como la orquesta y el director, fue impecable.

Entre un agitado y expectante ambiente en el Auditorio Nacional pudimos vislumbrar los preparativos del espectáculo minutos antes de que comenzara. Na de las principales y fundamentales novedades para este auditorio fue observar la presencia en el escenario de un regidor que ultimaba los preparativos y la inclusión de discretos monitores de retorno acústico que permitieron el óptimo desarrollo de la representación entre cantantes solistas, coro, instrumentistas y director musical, dadas los continuos movimientos escénicos que se desarrollaron.

Pudimos disfrutar de la inusual versión de Parma de 1769, compuesta para celebrar el matrimonio del duque español Fernando de Borbón-Parma con la archiduquesa austriaca María Amalia. Esta trágica revisión de la trama que el propio Gluck realizara contó con la participación en el rol de Orfeo del castrato Giuseppe Millico.

Cecilia Bartoli, indiscutible protagonista del título, personificó a un Orfeo memorable en todos sus aspectos. Poseedora de una personalidad artística única, tan carismática como expresiva, la cantante italiana exhibió todo su magnetismo personal, dejando boquiabiertos a los afortunados espectadores en una ópera que pareciera transcurrir en un suspiro. Cada uno de los recitativos, duetos y arias que la mezzosoprano interpretó estuvieron interpretados con una absoluta introspección interpretativa, que resultaron en la verdadera encarnación del rol de Orfeo en la persona de Cecilia Bartoli. Técnicamente la voz de la mezzosoprano sigue estando en plenas facultades, mostrando ese inconfundible timbre y fraseo tan carismático, intenso, pleno y cálido. Su generoso vibrato en los pasajes más sonoros no enturbia en absoluto una afinación espléndida y un dominio del fraseo. Además hay que destacar el inusitado nivel que consigue alcanzar en los pianissimi, consiguiendo excepcionales momentos llenos de magia que derriten la sensibilidad de cualquier persona que presencie sus interpretaciones. La capacidad actoral de la cantante italiana fue tan alta que consiguió conquistar al público desde sus primerísimas notas emitidas. Cecilia Bartoli es una de esas artistas realmente únicas e irrepetibles que mantiene intactas sus cualidades tras más de cuatro décadas de carrera y que en vivo es un torrente de energía fascinante en todos los registros que interprete. Llamó poderosamente la atención su dominio en el agudo, tanto en los momentos más suves como en los enérgicos fuertes, alcanzando cotas que parecieran irreales.

Quien dio vida a Euridice fue la soprano Mélissa Petit, quien tuvo la difícil tarea de hacer frente a un talento tan descomunal como al de su colega italiana. Pudimos comprobar que la soprano francesa es digna pareja de la artista romana, tanto en sus cualidades vocales como en las actorales. Su bello timbre mantiene una cristalina y pura afinación en los pasajes más dolces, pero se muestra poderosa y rotunda en los fragmentos enérgicos y fortes, poseyendo un enriquecedor  vibrato. Las situaciones escénicas tan expresivas y cambiantes, casi siempre referidas a su amado, conmovieron a la audiencia, y comprobamos un derroche de trabajo de verdaderas actrices de teatro en cada interacción mutua. La soprano francesa se encargó del papel de Amore, que aunque breve, debió ser encomendado a otra cantante de registro más grave.

Ambas solistas dieron una lección de conjunción y de un elaborado trabajo de música de cámara en los complejos duetos, en donde la humildad estuvo al servicio de la música.

No se desdeñaron ni movimientos escénicos por la sala ni en el ámbito del escenario. Los continuos lances hacia el suelo, bien sea agachándose, echándose o manteniendo posturas incómodas entre ambas cantantes, no desvirtuaron ni un ápice sus cualidades vocales, mostrando una excelente técnica vocal y un fabuloso estado de forma físico.

Como colofón al aspecto escénico y ya que en una gira de estas características es casi imposible aportar el aparataje escénico necesario, contamos con unos acertados elementos que transformaron la sala de conciertos en un verdadero coliseo operístico. Lo que más llamó la atención fue la inclusión de una iluminación sencilla pero muy eficaz, que tiñó de distintos colores el escenario. Desde el rojo que simbolizaba el infierno, hasta el azul celestial o al blanco que invitaba al sentimiento de pureza y serenidad. Además, los sutiles elementos escenográficos fueron detalles realmente efectivos, como los velos en las cantantes del coro, las velas portadas por éstos en los momentos fúnebres, o el gran corazón rojo sostenido por Amore al comienzo.

Pero la excelencia musical no solo fue cosa de las solistas. Tanto el coro, la orquesta y el director musical fueron espléndidos. Escuchamos a la agrupación coral italiana Il Canto de Orfeo, quienes mostraron una proyección vocal excelente para el tamaño de la sala con tan solo veinte componentes. Además, su equilibrio vocal, empaste y afinación fueron espléndidos. La gran expresividad alcanzada en todo momento  y sus cambiantes afectos demostraron un gran trabajo estilístico adecuado al momento en que la ópera de Gluck transita entre el Barroco y el Clasicismo. Asimismo fueron intachables su labor escénica y disciplina.

La orquesta a la que tuvimos la suerte de escuchar fue Les Musiciens du Prince, que fue fundada por iniciativa de la propia Cecilia Bartoli y que ha conseguido aunar a excelentes músicos que han conformado una agrupación de primer nivel. Sus violines llamaron poderosamente la atención, mostrando un bellísimo sonido tan sedoso como luminoso, dúctil, a la par que vital y disciplinado. Su fabuloso  concertino, Thibaut Noally, seguramente posee buena parte de este resultado tan feliz. Echamos algo en falta la rotundidad de la cuerda grave, en violonchelos y contrabajos, sobre todo en una sala con las dimensiones en donde nos encontrábamos. Mención aparte merecen los vientos, tanto en la sección madera como en los metales. Los bellos y complejos pasajes orquestales que compone Gluck fueron un derroche de matices y diversos colores gracias a ellos. Primeramente, en los tuttis, fueron especialmente cálidos y precisos los trompistas, trombonistas y el fagotista, mientras que en las dos secciones en donde el instrumento de viento se convierte en solista, tanto el flautista Jean-Marc Goujon como el oboísta Pier Ligi Fabretti, exhibieron una magnífica sonoridad ensoñadora y virtuosa al mismo tiempo.

Debemos asimismo reseñar la excelente labor de la arpista Marta Graziolino, quien mantuvo unas sólida y bellísimas intervenciones, especialmente en los pasajes en los quedó como soporte principal de las bellísimas melodías encomendadas a Orfeo, extraordinariamente  interpretadas, por cierto, por Cecilia Bartoli.

Quien tuvo la enorme responsabilidad de dirigir todo este excelso espectáculo fue Gianluca Capuano, quien con un discreto pero preciso y firme pulso supo mantener cada elemento en su lugar preciso. Los tempi fueron siempre firmes, claros y concisos, mostrando un fraseo siempre musical e inspirador y manteniendo un intachable diálogo entre instrumentistas y solistas vocales, que siempre mantuvieron una ajustada sincronía a pesar de las múltiples y dispares situaciones escénicas delante, detrás o alrededor de la orquesta.

No quiero finalizar esta redacción sin mostrar mi aplauso por la interpretación de la célebre aria de Orfeo Che farò senza Euridice, en cuanto a la elección de los tempi, en consonancia al texto y cambiantes dependiendo de la sección. Así, la primera parte fue muy ágil y dramática, mientras que fue más sosegada en la central, concluyendo con un da capo tan etéreo como con un compás tan siuspendido como mágico. Este es el perfecto ejemplo para mostrar que el buen criterio puede revitalizar y hacer sublime la música más conocida.

El público, que guardo un silencio y respeto ejemplar, en general, durante todo el espectáculo, rompió en acalorados aplausos y vítores para despedir a tan excelentes artistas, quienes se mostraron felices y agradecidos de un modo sincero y cercano con toda la sala puesta en pie.

Simón Andueza

 

Orfeo ed Euridice, Christoph Willibald Gluck (1714-1787).

Cecilia Bartoli, mezzosoprano, Mélissa Petit, soprano.

Il Canto di Orfeo, Jacopo Facchini, director del coro.

Les Musiciens du Prince-Monaco, Gianluca Capuano, director.  

Ciclo Impacta.

Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música, Madrid, 27 de noviembre de 2025, 19:30 h.

 

Foto © IMPACTA - David Mudarra

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