El ciclo de óperas barrocas del Teatro Real va llegando a su fin esta temporada, y le tocó el pasado 16 de mayo el turno a una obra que ya pudo verse representada sobre sus tablas en el pasado, con el icónico montaje ideado por Graham Vick para Florencia. El Tamerlano de Haendel supone uno de los experimentos más arriesgados del compositor, que se encontraba en una esplendorosa época de éxitos. Así, consciente de la necesidad de renovar y mantener la atención de un público exigente, se lanzó a poner música a una historia oscura y de tintes opresivos: la de las consecuencias de la derrota histórica del otomano Bāyazīd I en la Batalla de Ankara de 1402 ante el implacable Tamerlán.
Y lo que podría haber supuesto una gran oportunidad para mostrar en escena la rivalidad vocal de dos castrados pasó a segundo plano en favor de la innovación dramática y musical. No sería el vencido un castrado, sino un tenor, y para el rol de Bajazet se contó, escrito para él expresamente, con Francesco Borosini: cantante conocido precisamente por su magnetismo ante el público. Así se colocó un nuevo peldaño que contribuiría al ascenso de esta cuerda al olimpo canoro, y la escena final, con suicidio sobre las tablas incluido, hace que el vencido pueda conseguir mayor lucimiento incluso que el vencedor.
René Jacobs, figura imprescindible en la historia actual de la ópera barroca, se enfrentaba aparentemente por primera vez a esta partitura, y su conocimiento y maestría en la música de Haendel lo llevaron a presentar una versión que, con algún que otro leve corte, plasmaba a la perfección el espíritu de la obra. Los recitativos, con un impecable trabajo del bajo continuo, fueron cuidados y de gran teatralidad —excelentes, llenas de referencias y siempre imaginativas las transiciones entre las arias y estos— y el juego de dinámicas, muy acertado. Dilatados los tempi en las arias reflexivas o con contrastes violentos en escenas como la del envenenamiento, fue su lectura siempre elegante, y a ello contribuyó la empastada Barroca de Friburgo y sus varios solistas de alto nivel.
Por su parte, el sólido y joven elenco, en su mayoría adecuado para los roles, se sintió siempre arropado por el director, cuyo conocimiento también en este campo es innegable. Brillaron especialmente los dos contratenores, de timbres bien diferenciados y buenos fraseadores: la hunanidad y el conflicto de Andrónico supo plasmarlas con unos medios que llenaban la sala Alexander Chance, y la ironía y crueldad del protagonista fueron, con agilidad y un acertado juego de colores, explotadas sin dificultad por Paul-Antonie Bénos-Djian. Con una voz de carismático timbre y expresividad, capaz de moverse con soltura por una escritura complicada como la de Bajazet —qué matizadas sus últimas frases al final del tercer acto—, el tenor Thomas Walker se presenta como una alternativa para roles barrocos de este calado. Buen contraste asimismo en las voces femeninas, en especial la rotunda y de bello color de Helena Rasker, Irene de fácil coloratura y extensión. La Asteria de la ligera Katharina Ruckgaber resultó más adecuada en las escenas de mayor intimidad. Destacables asimismo las breves intervenciones del bajo Matthias Winckhler en el papel de Leone.
La idea de ofrecer la ópera, de fuerte carga teatral, con una ligera semiescenificación fue muy acertada, y se agradece que los cantantes se implicaran en ella desde el inicio.
Pedro Coco
Paul-Antoine Bénos-Dijan, Thomas Walker, Katharina Ruckgaber, Alexander Chance, Helena Rasker, Matthias Winckhler.
Orquesta Barroca de Friburgo / René Jacobs.
Tamerlano, de Georg Friedrich Haendel.
Teatro Real, Madrid.
Foto © Javier del Real | Teatro Real