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Crítica / “Boris Serebrennikov” en Ámsterdam - por Agustín Blanco Bazán

Ámsterdam - 21/06/2025

Como ocurre todos los años, la Ópera Nacional de Holanda (“Stopera”) volvió a contratar a la Orquesta del Concertgebouw para su nueva producción de primavera en su sala de Ámsterdam. En este caso, la obra elegida fue un Boris Godunov que Vasily Petrenko dirigió con intensa y variada modulación de tiempos y un énfasis lírico que aseguró transparencia y expresividad. Este fue un Boris enfático, pero no “a lo bruto” en sus golpes expresionistas, sino sensiblemente fraseado y explorado en posibilidades cromáticas que pocas orquestas como ésta pueden interpretar en toda su plenitud. Y a la par de la orquesta estuvo el superlativo coro de la casa, no solo contundente en su proyección de masa y medular en su articulación sino también de una calidez envolvente.

Este robusto enmarcado sinfónico coral fue visualizado por el regisseur Kirill Serebrennikov con una imponente instalación rectangular que al estilo de una casa de muñecas abierta en la intimidad de sus casilleros, nos muestra un monoblock soviético-ruso donde en pequeños apartamentos sus ocupantes luchan contra la desesperanza impuesta por un despotismo perpetuo. En esta fascinante colmena, desesperación, reflexión y dignidad brotan de situaciones tan diferentes como lo son familias enlutadas, mujeres en discreta prostitución, ciudadanos alienados frente a la TV, viejos temerosos, jóvenes conspiradores, etc. De este pequeño universo saltan unos pocos al proscenio para interpretar algunos personajes del drama central. Pimen es un viejo encerrado en su pequeña habitación cubierta de libros a quién Grigori le alcanza una pizza mientras dialoga con él sobre la historia de Rusia. Y Xenia sale para llorar su novio muerto de uno de los apartamentos donde todos parecen prepararse para salir a un entierro. El proscenio es una plataforma reservada al poder de un zar despótico, sus burócratas secuaces, y un proletariado, unas veces sumiso y otras rebelde, en las escenas corales.

Lo cual quiere decir que Serebrennikov ha vuelto a recurrir aquí a su repetitivo método de metaforizar la narrativa original con una paralela, bien de acuerdo con su convicción, expresada en el programa de mano de ser “coautor”, antes que intérprete de las obras que le toca escenificar. Y con resultados son dispares. Su Parsifal para Viena, por ejemplo, fue una metáfora maestra del templo del grial transformado en un Gulag, que respetaba la dramaturgia básica impuesta por Richard Wagner. Por el contrario, en el Don Carlo de Viena o Las Bodas de Figaro de Berlín su coautoría llevo a un resultado final confuso. También este Boris fue una mezcla de aciertos pero también de banalidades que malograron su grandiosa instalación.

Discutible en este caso fue la inclusión de un locutor que luego de interrumpir repetidamente la obra con textos de disidentes y prisioneros políticos, se transforma en la escena de la Catedral de San Basilio en el Idiota que cerrará la obra en la foresta de Kromy. Los textos elegidos son conmovedores pero distractivos, y fragmentan aún más una obra en sí misma seccionada en escenas autosuficientes por su intenso expresionismo, y aquí con la fragmentación adicional de esa colmena de pequeños apartamentos, cada uno de ellos con historias separadas. Para más, estos testimonios terminaron siendo redundantes en una puesta donde el mismo regisseur expone la crueldad del totalitarismo no sólo en constantes razias policiales en busca de disidentes sino también con la aparición (repetida tres veces) de un féretro salido del monoblock para ser honrado con la bandera rusa y llorado por allegados de negro. En medio de esta contundente representación escénica, la introducción de las voces de los disidentes sobrecarga la puesta con una pizca de demagogia que en lugar de realzar empequeñece los objetivos políticos del regisseur. Ello porque los padecimientos de los disidentes son demasiado trascendentes para encorsetarlos como marginales a un espectáculo de ópera. Mejor leerlos como merecen, o interpretados en experiencias teatrales que focalicen sobre su drama con la centralidad que éstos merecen.

Por el contrario, al transformar algunos apartamentos del monoblock en cárceles evocadoras de El Salvador o tantos otros lados, Serebrennikov logró demostrar cómo un contundente efecto visual puede lograr mejores resultados que testimonios trasplantados y calzados a la fuerza.

Frente al protagonismo del colectivo escénico-musical, la regie de personajes fue más bien débil. Con su traje oscuro y una corbata roja, Boris hizo acordar al mandamás de la Casa Blanca pontificando delante de las cámaras y sobre una alfombra roja. Pero, también como este mandamás, el Boris de Serebrennikov careció de profundidad existencial de, por ejemplo el de Andrei Tarkovsky de 1983, que puede verse en una importante versión DVD. Tampoco exploró Serebrennikov la contradicción entre el despotismo y crueldad del personaje y su culpa y remordimiento.

Tomasz Konieczny cantó el papel protagónico con voz de impostada resonancia y timbre algo abierto y falto de oscuridad, pero bien sostenido a través de sus grandes monólogos. El problema es que le pasó muy poco, dramáticamente hablando. Hubo gestos de dramatismo hierático para consumo de su pueblo cautivo pero nada de la feroz convicción con que algunos Boris de antes, por ejemplo el de Nicola Rossi-Lemeni, amenazaban al príncipe Shuisky, u ordenaban al Zarevich retirarse para que éste no se enterara de sus crímenes, antes de alinear los latidos de su corazón con los del reloj que termina marcando su locura. Konieczny logró de cualquier manera proclamar su última línea (“¡Todavía soy zar!”) con una convincente combinación de fiereza e impotencia. Pero, y disculpas por mis recuerdos, aquí murió en forma bastante intrascendente y no como Rossi Lemeni, que se elevaba de su trono para caer de bruces ante el estupor del público.

Tampoco los demás personajes lograron perfilarse de acuerdo a los contornos dramáticos pedidos por la partitura. Pero cantaron bien y no sólo los papeles principales sino los cameos que normalmente demuestran la pericia de una casa de ópera para llenar con buenos artistas roles aparentemente secundarios pero que contribuyen tanto como los principales al éxito de cualquier velada de ópera. Precisamente por ello quiero destacar primeramente la Xenia cálida y brillante de Inna Demenkova y la voz firme y bien lubricada de Jasurbek Khaydarov como Shchelkalov. Y ahora vamos al resto de los principales, empezando por la voz clara y sólidamente apoyada de  Dumitru Mîtu (Grigori) y el fraseo denso y convincente de Vitalij Kowaljow (Pimen). ShenYang y Steven  van der Linden aportaron el desparpajo requerido para los personajes de Varlaam y Missail, y también Eva Kroon lució humor y salero como la posadera.

Seberennikov escenificó el acto polaco como un sueño del proletario Grigori en el cual Marina aparece como una prima-donna (bien cantada por Raehann Bryce-Davis) que le impulsa a proclamarse Zar en medio de filmaciones, y obsecuentes seguidores. Pero fue aquí que algo falló en la coautoría invocada por el regisseur. Porque al describir la huida a Polonia y el romance con Marina como un sueño de Grigori, fue imposible mostrar a éste último como el líder revolucionario que irrumpe en la realidad de la última escena en la foresta de Kromy. Aquí sí que es necesario invertirlo todo en cuestiones de ideología política, como por ejemplo la extasiada esperanza de los revolucionarios en un líder rebelde que finalmente es un fraude. Así lo dice ese Idiota, quién una vez dejado sólo por el falso líder y sus seguidores, cierra la obra proclamando ante el público su mensaje de frustración y desesperanza. Después de recluir las ambiciones de Grigori a un mero sueño, no quedó más remedio al regisseur que suprimir la entrada y arenga de Grigori en Kromy y con ello desapareció el contraste entre esta arenga y las reflexiones del idiota que representan la culminación dramática de la obra.

También suprimió Serebrennikov otro pico dramático en Kromy como lo es la entrada de los jesuitas que pretenden convertir a los revolucionarios al catolicismo justo antes de la llegada de Grigori. La amenaza papal ya había desaparecido en el sueño del acto polaco porque Rangoni (expresivamente articulado por Gevorg Hakobyan) se presenta no cómo cura sino como un burócrata de traje y corbata. Hubo demasiados burócratas de traje y corbata en esta producción para redondear elemento épico y trascendente de esta obra magistral. Pero algo de esta épica traslució en la efectividad de la puesta para mostrar el verdadero protagonista de la obra, a saber no tanto Boris Godunov sino el pueblo ruso, hacinado en los estrechos límites de la miseria que siempre impone el despotismo, pero finalmente heroico en su vital estoicismo.

Este Boris Serebrennikov con coautoría de Mussorgsky será televisado el 13 de julio por Mezzo Live (https://www.mezzo.tv/) y estará disponible desde el 25 de julio hasta el 25 de noviembre en OperaVision (https://operavision.eu/).

Agustín Blanco Bazán             

                                       

Tomasz Konieczny, Inna Demenkova Polly Leech (nodriza), Jasurbek Khaydarov, Vitalij Kowaljow, Dumitru Mîtu, Raehann Bryce-Davies, Gevorg Hakobyan, ShenYang, Steven van der, Eva Kroon.

Orquesta del Concertgebow y Coro de la Opera Nacional de Holanda / Vasily Petrenko. Escena: Kirill Serebrennikov.

Boris Godunov, de Modest Mussorgsky.

Stopera, Ámsterdam. 

 

Foto © Dutch National Opera | Marco Borggreve

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