Laurence Equilbey dirigió con entrega y continuado dinamismo a la Orquesta y el Coro de la Comunidad de Madrid, en un animado programa Schubert-Mendelssohn.
Un programa que arrancó con declarada apuesta por la limpieza del detalle de articulación en la introducción de la Novena sinfonía de Franz Schubert, que cuajó en la compacidad, marca de la casa, del Allegro ma non troppo que seguía, sin abandonar aquellos mimbres y tersas texturas iniciales. Y, también, sin perder la celeridad de unas figuraciones insistentes, de ascendencia beethoveniana en muchos casos, pero aquí de naturaleza (aún) más liviana. Una apuesta formal de base armónica de Schubert que, así, quedaba más patente, sin la relativa solemnidad a la que nos tiene a menudo acostumbrados está página del repertorio. Una relativa solemnidad amparada, de un lado, en la sombra alargada de su histórico oridinal sinfónico (¡Novena…!) y, de otro, de su sobrenombre editorial de… ”la grande”. Porque Schubert, entre las sinfonías que no vio estrenar -o sea, todas las que escribió (!)-, tiene otra sinfonía también en do mayor pero… más corta… luego, por lógica, está es su Sinfonía en do mayor… “grande”..., ni más ni menos (la otra sería entonces…: “la pequeña…”; cosas de editores y sus catálogos, ya saben…).
Y, sí, el Andante con moto cumplió con esta adelantada proporción de tempi, en diáfana asertividad. Y ya pueden imaginarse, si el Andante tenía esta animosidad de tempo, los movimientos que restaban lo superarían, que no van a bajar donde el papel es explícito: Allegro… Allegro vivace…
No fue tanto, y los tempi empezaron a acomodarse a la usanza tradicional en el trío del Scherzo (aunque la versión en su conjunto, fue de las más breves que yo recuerde).
Las difíciles figuraciones del Finale, ya sea en su superficie musical de inicio en ese largo arpegio quebrado, o en sus estratos interiores que se suceden, se desplegaron con encomiable definición a cuenta de la entrega y concentración de todos, sección por sección y atril por atril.
Perfiles definidos para una obra sinfónica que no se suele posicionar en primera parte de concierto sino que, más bien, es materia de segundas partes, y que, aparte de la liviandad demostrada de principio a fin, aquí se seguía de una obra sinfónico-coral de Félix Mendelssohn. Codo a codo, dos de los primeros (por tiempo y posición) espadas del, también, primer romanticismo.
La primera noche de Walpurgis del de Hamburgo se presentó con pareja actividad agógica, ya desde los comprometidos compases de su obertura orquestal que derivaron en un virtuosismo de concertación y continuidad sinfónicas, antes de abocar en episodios furtivos, más líricos.
Una espléndida voz de tenor, con Sebastian Kohlepp (que nos avisaba de que, tras el invierno, estábamos… ¡qué digo en primavera…!: ya… ¡en mayo florido!) sirvió, a modo de íncipit, para la primera intervención del coro de druidas, primero con las voces femeninas para luego lucir con proyección, plasticidad y equilibrio sonoro, al completo, alternada con el tenor.
Con un ajustado y bien entendido sentido teatral, la contralto Hillary Summers ofreció esa oscuridad tímbrica y oportuna personalidad que precisa este tema ritual, tan del macizo del Harz y aledaños.
Con respuestas corales de gran poderío, solidez vocal y ajustada preparación, arropó la voz del barítono Daniel Schmutzhard, en pareja proyección vocal para su tesitura con sus otros dos colegas solistas citados, para converger en momentos corales, de nuevo virtuosos, en el: — Kommt mit Zacken…! (— ¡Venid con picas…!).
Luis Mazorra Incera
Hillary Summers, alto; Sebastian Kohlepp, tenor; y Daniel Schmutzhard, barítono.
Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid / Laurence Equilbey.
Obras de Mendelssohn y Schubert.
ORCAM. Auditorio Nacional de Música. Madrid.
Foto: Laurence Equilbey / © Julien Benhamou