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Crítica / ¡Qué arte tiene esta Verbena! - por Darío Fernández Ruiz

Santander - 09/06/2025

¡Ea, señores! Que no es por decir, pero lo de anoche en la calle Gamazo fue un primor de los buenos, una cosa de caerse de espaldas y levantarse a aplaudir con las palmas bien abiertas. Porque esta Verbena de la Paloma, la de don Tomás Bretón, la de toda la vida, la de Susana, Julián y el boticario, ha vuelto a la escena con el aliño justo pa’ que sepa a barrio y a zarzuela sin barnices rancios.

Y eso que la velada no empezó con los compases de siempre, sino con un regalito de esos que no se esperan y que a uno le dejan con una risa floja. Porque antes de que sonara el organillo y se desataran los celos de Julián, se nos sirvió un prólogo de los que remueven recuerdos y mandíbulas.

¡Mira que hay que tener arte pa’ sacarse de la manga un prólogo como Adiós, Apolo! Porque no es moco de pavo arrancar una función con un brindis a lo castizo sin caer en el empalago ni en el cartón-piedra. Y Álvaro Tato lo logra con un texto que huele a entresuelo, a camerino con bombilla gorda y a guasa salida del alma. Lo suyo no es una introducción cualquiera: es un sainetillo hecho con gracia, retales de memoria y mucho amor por lo nuestro.

Los personajes —esa tiple que añora la gloria, ese actor de nervio presto, la característica que lo ha visto tó— suben al escenario con la frescura del chascarrillo de taberna: hay chispa, sí, pero también ternura y mirada limpia. Tato no viene a dar lecciones ni a colgarse medallas: viene a decir “gracias” con voz de teatro auténtico y de bombín torcido.

Musicalmente, el prólogo se engarza como botón de nácar: breve, coqueto y bien cosido. Las citas musicales —desde Bretón o Serrano hasta Chueca y Guerrero— no suenan a exhibición pedante, sino a guiño canalla, como el que se lanza entre bastidores justo antes de entrar en escena.

Luego llega La verbena de la Paloma, la de los mantones y los chulapos de verbo afilao. Y lo que son las voces, ¡madre del amor hermoso! Ahí hubo de todo: unos más sueltos que otros, pero todos dándole a la función su pellizco de gracia.

Carmen Romeu, Susana pa’ los amigos, está sembrá: canta, actúa y se mueve con ese arte de las que saben lo que se traen entre manos. Y Ana San Martín, Casta, se nos planta en escena con ese desparpajo que no se compra ni en el mercado de Maravillas.

Antonio Comas es un boticario de Chamberí que canta bien, eso no se discute, y se pasea por la escena con más brío que un chaval en la verbena. Pero a este Hilarión, en vez de echarle colonia antigua y mirada pícara, le da un aire afrancesao y sobradete, que no termina de casar con el chotis ni con la Casta. Vamos, que si en vez de "las ciencias adelantan que es una barbaridad" suelta un "je ne sais quoi", tampoco nos extrañamos.

Milagros Martín, como la Señá Rita, está que se sale. Qué desparpajo, qué lengua más suelta, qué forma de mirar y decir que solo da el oficio. Manuel de Diego, como Don Sebastián, va por el mismo carril: comedido, oportuno, y con ese gesto entre autoridad y sorna que tanto se agradece en el personaje. No hace falta que grite ni se alborote.

Y luego está Borja Quiza como Julián, que sí lo hace. Voz tiene, y temple, pero anoche se le fue un poco la mano. Aun así, hay que decir que cuando mira a Susana con esa mezcla de ternura y rabia de mozo celoso y algo bruto, entonces sí que da el pego. Si lograra contener un pelín el ardor y dejar que el personaje respire, lo bordaría.

No me olvido de la Cantaora de Sara Salado, que puso el alma en cada quejío y nos dejó pasmaos con su voz rajá y sentía, de esas que le sacan al público un “olé” sin pensarlo. Fue como un sorbo de aguardiente dulce: breve, pero que calienta por dentro.

La batuta de Lucía Marín llevó la función por buen camino, con mano firme y oído atento, juntando voces y orquesta como quien casa primos lejanos en una boda de pueblo. Eso sí, echamos en falta algún que otro altibajo sonoro, de esos que hacen que la partitura de don Tomás Bretón hable con todo su nervio. Que la música, como el gazpacho, pide contraste: un poco de sal, otro de vinagre, y que no se quede todo en la misma cucharada.

El Coro Lírico de Cantabria, que comanda Elena Ramos, sonó redondo, empastao y eso, en una zarzuela como ésta, con tanto vecindario cantando a la vez, es cosa de agradecer y de aplaudir con las dos manos y hasta con los pies. En cuanto a la Orquesta Sinfónica del Cantábrico, que ya es decir, se puso chula y aunque hubo momentos de despiporre, el conjunto no se descosió, y el pasacalle tiró p'alante con el garbo suficiente pa’ que nadie dijera ni pío.

Pero ya saben ustedes que la zarzuela no se canta sola: si en el foso las cosas iban con compás y fundamento, lo que se cocía sobre las tablas no se quedaba atrás, que pa’ verbena buena, hace falta también quien la vista con salero. Y eso es mérito, no me lo nieguen, de doña Nuria Castejón, que se ha marcao una dirección escénica con más gracia que una verbenera en lo alto de un tiovivo. Cada cuadro es como un suspiro, como una sonrisa pícara de vecina al fresco, con sus chismorreos, sus guiños, sus celos de corralas y ese Madrid eterno que nos entra por los poros: aquí no se ha venido a reinventar ná, sino a servirlo con cariño, como quien pone la mesa pa’ los suyos. Y eso, créanme, vale su peso en mantones de Manila. La escena brilla con luz de verbena antigua, de noche con farolillos y barquilleros, con ese perfume a zarajo, a calidez y a pueblo.

Total, que un servidor salió del teatro feliz, con la habanera en los labios:
¿Dónde vas con mantón de Manila?
Y por dentro contesté bajito, no me vaya a oír el de butaca de al lado:
Al Palacio de Festivales, que allí me lo cantan con alma y con arte.

Darío Fernández Ruiz

 

Bretón: La Verbena de la Paloma

Borja Quiza, Carmen Romeu, Milagros Martín.

Orquesta Sinfónica del Cantábrico, Coro Lírico de Cantabria. Dirección musical: Lucía Marín. Dirección escénica: Nuria Castejón

Sala Argenta del Palacio de Festivales de Cantabria

Santander

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