E. Scherbachenko, P. Cernoch, P. Groves, D. Blanc. Coro Intermezzo y Orquesta del Teatro Real / Teodor Currentzis. Escena: Peter Sellars.
Teatro Real, TR97011. (DVD)
CEGADORA NEGRURA
Sorprende a volapié que dos baladas tan poderosas y seductoras como Iolanta y Perséphone hayan estado vendadas a nuestros ojos tanto tiempo. Dos universos sonoros antagónicos pero que por obra y gracia del ingenio acaban fundiéndose en un mismo discurso argumental, musical y escénico. Obras menudas de andamiaje pero grandiosas en edificación. El Teatro Real y las pócimas del brujo Mortier (capaces de resucitar a los muertos) se empecinaron la temporada pasada en exhumarlas para la vista y el oído. Una apuesta arriesgada y valiente que terminó en un ejercicio de clarividencia artística, vociferando a los cuatro vientos la magnitud, grandiosidad y sinceridad de sendas partituras.
Ioalanta es la última ópera escrita por Tchaikovsky, o lo que es lo mismo, la póstuma y freudiana oda final de uno de los más grandes compositores teatrales, meses antes de ser envuelto por las tinieblas del arsénico. Melodías exquisitas y fina dramaturgia solidificada sobre filosóficas metáforas vitales (vigentes aún hoy) como la redención por el amor o esa eterna lucha entre el bien y el mal (entre la luz y la sombra). Es difícil graparle una etiqueta que defina por sí sola a Perséphone. Oratorio, ópera, ballet, melodrama… Todo tiene cabida en esta deliciosa, placentera y aromatizada partitura, de lenguaje refinado y elegante, difícil de acariciar por muchos y que escribiera esa bestia ya domada que fue el Stravinsky de los años 30. Esta delicada copa de fino cristal es el más elevado y conmovedor poema de toda su trilogía de inspiración helena (Edipo Rey, Apollo).
El incómodo acomodador de auditorios (con pinta de electro duende) que es Peter Sellars, se basta con un escuálido escenario para derramar el tarro de las esencias teatrales, uniendo con engarces invisibles las dos óperas, o lo que es lo mismo, los dos (alejados) mundos, en un derroche de cordura, agudeza y belleza plástica. Él sabe que aquí la materia se debe extraer de las voces y la iluminación, de ahí que todo conserve una pureza espiritual en su forma, que es la que (finalmente) da sentido al contenido. Lo más loable de Currentzis es que todos los pasajes los dirige (mezclando vigor y lirismo) como si fueran el clímax. Para el ateniense los fragmentos constituyen el núcleo. De los espléndidos repartos reluce Alexey Markov, reverencial en la Canción a Matilde, recordando al mejor Leiferkus. No son músicas ni dramaturgias para quienes buscan distracción, pasatiempo o gran espectáculo. Admírenlas solo los que crean que en la intimidad está la grandeza o aquellos que piensen que todavía es posible para la ópera penetrar con armas propias en los grandes jeroglíficos de la condición humana, esos que nos hacen enmudecer ante estos elocuentes espejos en los que mirarse toda la eternidad.
J.E.