el canon del violín
Confieso que pocas cajas me han provocado una mezcla tan intensa de admiración, gratitud y vértigo como esta edición monumental que Warner Classics dedica al grandísimo violinista que, a sus ochenta años, sigue siendo Itzhak Perlman (nuestra histórica portada de este diciembre 1000). Setenta y ocho discos. Medio siglo de carrera. Miles de compases en los que Perlman ha dejado su huella inconfundible: esa combinación de elegancia, brillo y humanidad que convierte cualquier nota en una declaración de amor por la música. Abrir esta edición, que reúne sus grabaciones completas para Emi, Erato, Teldec y la propia Warner, es asomarse a una historia personal y colectiva: la de un tiempo en que los grandes sellos seguían el desarrollo de un artista durante décadas, construyendo junto a él un legado sonoro que, en el caso que nos ocupa, ha devenido, para muchos, en un auténtico canon del violín.
Lo primero que me impresiona no es la cantidad, sino la coherencia. De Paganini a Bartók, de Bach a Bernstein, todo encaja dentro de una concepción del violín como voz cálida, comunicativa, profundamente humana. De ahí esa sonoridad generosa, ese vibrato amplio que a algunos les parece antiguo y a otros, como a mí, nos resulta sencillamente natural. En tiempos en que el virtuosismo se confunde con la perfección técnica, escuchar a Perlman es recordar que el sonido también puede sonreír.
El recorrido arranca con fuego: Paganini, Sarasate, los Caprichos, el repertorio que todo violinista teme y ama a la vez. Perlman los domina sin ostentación. Donde otros buscan el impacto, él ofrece claridad, ligereza, un humor casi travieso. Luego llega Bach, y su tono se vuelve contemplativo, luminoso, de una sencillez que desarma. No hay afectación, no hay dogma historicista: solo un violinista hablando con Dios a través de cuatro cuerdas. Escuchar su Doble Concierto junto a Daniel Barenboim es una lección de diálogo musical.
La secuencia continúa con los grandes pilares románticos: Mendelssohn, Bruch, Brahms, Tchaikovsky. Cada uno recibe de Perlman lo que necesita y, a veces, hasta en tres ocasiones. Es el caso de Mendelssohn, cuyo lirismo fluye como un río, independientemente del director y orquesta acompañantes; el dramatismo de Brahms adquiere densidad sin perder claridad; el Tchaikovsky con Ormandy brilla como una joya de otra época, con el violín al frente, sí, pero con un fraseo que canta. En todos ellos hay algo que trasciende el virtuosismo: una manera de respirar con la música.
No faltan las sorpresas. La sección dedicada a Stravinsky, Prokofiev y Bartók muestra a un Perlman más terrenal, curioso, con el arco tenso y la mente abierta. Su Bartók con Previn sigue siendo referencia: moderno sin rigidez, rítmico sin frialdad. Y luego están los discos que revelan su gusto por el riesgo amable: las piezas de Kreisler, los álbumes de jazz, los acercamientos al klezmer (In the Fiddler’s House) que, lejos de ser caprichos, completan el retrato de un músico que no entiende de fronteras.
La abundancia del repertorio de cámara es otro regalo. Perlman junto a Ashkenazy, Harrell, Zukerman, Rostropovich o Argerich forma parte de la mitología musical de finales del siglo XX. Los Tríos de Beethoven, su Kreutzer, las Sonatas o el Doble Concierto de Brahms y una formidable Sonata de Franck son solo algunos ejemplos de una complicidad nacida de la amistad y el respeto. No es casualidad que casi todos estos registros conserven una frescura que rara vez sobrevive al estudio.
Y, sin embargo, la amplitud de este legado también deja ver los límites de ese canon que el propio Perlman ayudó a definir. En una caja tan exhaustiva, donde, como digo, se acumulan dobles y hasta triples versiones de algunos de los grandes conciertos (Mendelssohn, Tchaikovsky, Bruch, Brahms), las diferencias entre una y otra lectura no siempre son significativas. Todo está impecablemente tocado, pero apenas se advierte una revisión profunda del enfoque o del carácter. Perlman perfecciona, no replantea; confirma su estilo más que someterlo a prueba. Quizá ahí resida la única, mínima objeción a ese canon que propone tan magna edición.
La producción sonora responde a su tiempo: la búsqueda de claridad y brillo prevalece sobre la intimidad o la experimentación. Pero incluso en esas condiciones, la musicalidad de Perlman brilla sin artificio. Su sonido (rico, redondo, generoso) sigue siendo una referencia de belleza instrumental, y escuchar estas grabaciones décadas después permite entender por qué: encarnan una época en que la nobleza interpretativa era casi una exigencia ética.
Esta caja invita también a reflexionar sobre el final de una era. Perlman pertenece a la generación de artistas acompañados por grandes sellos, con carreras documentadas de principio a fin. Hoy, en la era del streaming, ese modelo casi ha desaparecido. La Warner Classics Edition no solo celebra a un violinista excepcional: rescata una forma de entender la grabación como testimonio de un viaje artístico y de un canon que se construyó a fuerza de convicción.
En su conjunto, el cofre funciona como una autobiografía sonora. Desde los primeros conciertos con André Previn hasta los últimos registros con Barenboim, todo está ahí: la evolución técnica, la madurez expresiva, la serenidad. Setenta y ocho discos pueden parecer muchos, pero escucharlos no abruma: es como recorrer la vida de un amigo querido, una vida llena de música, curiosidad y generosidad. ¿Hace falta tenerlos todos? Tal vez no, pero si uno quiere entender qué significó tocar el violín en la segunda mitad del siglo XX, aquí está la respuesta. Perlman no inventó nada: refinó, consolidó, transmitió.
Cierro la caja, no sin cierta melancolía. En su interior hay más que grabaciones: Perlman ha sido, durante medio siglo, la encarnación de un ideal de músico completo: virtuoso, pedagogo, divulgador, embajador. Escucharlo sigue siendo un acto de fe en la belleza. Y en estos tiempos de tanto ruido en que nos felicitamos por los ochenta años del maestro y los mil números de RITMO, eso, sin duda, es una bendición.
Darío Fernández Ruiz