Música clásica desde 1929

Discos recomendados de Ritmo

En esta sección encontrará los 10 discos que la revista RITMO recomienda cada mes, clasificados por meses y por su orden de recomendación del 1 al 10. Se archivan los recomendados desde junio 2011, para ver anteriores ir a "Ritmo Histórico".
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Ritmo Diciembre 2018 - Núm. 924

Graciela Jiménez: Obras para piano. Obras para piano y violonchelo.

Dora De Marinis, piano. Matías Villafañe, violonchelo.
Naxos 8.579040 (CD)



La crítica

Inicio de una amistad con corcheas

“La carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos” (Rubén Darío, Lo fatal)

Graciela Jiménez apareció en mi vida cuando estaba dispuesto a firmar mi renuncia a escribir palabras para la obra de los demás (salvo, claro, que se tratara de ese a-demás del que hablo en uno de mis libros, es decir, los además de padres sustitutos, Mahler, Wagner, Alban Berg, Camus, Kafka, Zimmermann, Emmanuel Levinas, Karl Jaspers), cuando estaba con la consciencia puesta en mis muchísimos años y una más perpleja consciencia de la finitud de toda vida, comenzando por la mía. Simplemente, por consejo de un amigo mediato, Graciela me pidió que escribiera algunas líneas sobre este disco. Tuve mis reticencias. ¿Una desconocida (para mí) me quería poner como prefacio a una obra desconocida y a un futuro desconocido con una repercusión desconocida?

Naturalmente, lo primero era que (cualquiera fuere mi decisión) escuchara el disco y le diera mi opinión, que no es (siempre lo digo) la de un musicólogo, sino la de un musicóloco. Lo hago breve: cuando finalicé con el ritual obligado de pensar con los oídos (como decía Adorno) había decidido escribir estas líneas aunque, policíacamente, deba remitirme a breves páginas, cuando el tema de la intertextualidad (intermusicalidad) que asume Graciela daría para muchas reflexiones hablando de  esa simbiosis entrañable de música y poesía.

En los ojos de las llamas (que así se titula esta búsqueda inicialmente lorquiana) es algo que me incita a preguntarme no sólo sobre la motivación de estos pentagramas sino sobre el sentido de la intermusicalidad, es decir, de la presencia de poetas y artistas acompañando a la autora en sus interrogantes (quizá sin respuesta), artistas de la dimensión de Federico García Lorca o Alejandra Pizarnik o Anna Ajmátova (o secretamente, María Elena Walsh), de sus entrañables y luminosos versos, de su nostalgia, de ese duende que le nació a Andalucía y vino desde Rusia (como mis abuelos) y se alojó en Buenos Aires, quizá en Córdoba, en el hogar donde nació Graciela.

“Las montañas se doblan ante tamaña pena / y el gigantesco río queda inerte / pero fuertes cerrojos tiene la condena / detrás de ellos sólo ‘mazmorra de la trena’ / y una melancolía que es la muerte” (Anna Ajmátova, Dedicatoria)

Ese hogar donde su padre, químico (folklore y tango: participó en el festival de Tango de Granada y aún sigue rindiendo tributo al compás del cuatro por cuatro), y su madre (que abandonó Medicina, seguramente consciente que la ciencia no es más que la parcela menos creativa de la realidad), dieron vida a esta muchacha y a ese espacio donde Graciela, que ganó un premio de música de cámara en Buenos Aires con su Piazzolla y sus propias corcheas, que se asentó en Granada a fuerza de empeño por la música y que ha tejido este disco (piano y violonchelo, con Dora De Marinis y Matías Villafañe) en el que vuelca, a través de un coté melancólico, su vertiente más expresiva, la presencia de un estado de ánimo que intenta desentrañar y decir justamente lo señalado: la intermusicalidad de distintas vertientes, la música, la poesía, la fotografía, en una requisa de corcheas que deja de lado la banalidad cotidiana y la mecánica de la mediocridad y se interna en las entretelas de una batalla por lo auténtico, no porque siempre quiera más sino porque nunca logra lo suficiente.

Graciela señala que su inspiración le vino, en este disco, de las fotografías de Antonio Arabesco tituladas Mediterráneo. La cierta reiteración a veces obsesiva de la mayoría de los pentagramas de Graciela, son un ritual de paso y de amor a Lorca, a Ajmátova, a Pizarnik, el surgimiento de un humanismo real para dar con las palabras de los poetas y desentrañarlas en el espacio del pentagrama. Graciela, pues, acude a poetas únicos para dar testimonio a través  de un pentagrama que los transforme en corcheas. Recuerdo aquellas palabras de mi hermano Félix Grande cuando se publicaron los Sonetos del amor oscuro de Lorca: “Sabíamos que había un gran amor en sus últimos años de vida que en cierto modo inspiró los Sonetos de Lorca. En las muchas conversaciones que tuve con Luis Rosales me contó que durante los días que Lorca pasó escondido en su casa corregía sin parar esos versos”. A esos versos (como a otros) rinde homenaje y latido Graciela Jiménez a través de un pulso y un corazón no ciertamente alegre pero capaz de la alegría de hacer música y de llamar a su lado los versos más apasionados, incluso a aquellos que dice Alejandra Pizarnik (“Silencio / yo me uno al silencio / yo me he unido al silencio / y me dejo hacer”) y que transmiten también muchos momentos de la música de Graciela donde el silencio surge como una llamarada muda, ese silencio que connota la presencia de la música en su ambición más alta.

Hay que oír los silencios de Graciela (si sus corcheas no nos han enmudecido es que no hemos escuchado bien), que me recuerdan a aquellos hermosos versos de otro “granadino”, Rafael Alberti (a quien tuve la suerte de conocer íntimamente tres años consecutivos  y que me contaba que Lorca le leyó a él -y a Cernuda- estos sonetos del amor oscuro cuando estaban en gestación, a los que Graciela luminosamente encorchea) y que dicen así: “Arriba el balcón del frío / las balaustradas del aire / el cielo y los ojos míos / abajo, un mapa, tres ríos / y un puente roto sin nadie”. Ese silencio del que habla Pizarnik y que Graciela impone en muchos instantes de su búsqueda de expresión.

Debo reconocerlo: mi decisión de no prologar ha quedado en agua de borrajas y los pentagramas de Graciela me han convencido que, una vez más, el hombre propone y alguien, vaya a saber quién, dispone. Este “incendio de amor” (como lo llamaría Lorca), esta vivencia musical de Eros y Thanátos, esta iluminación de un encuentro con la magnificencia del verso, este, digo yo, fuego purificador que nace en el estremecimiento del encuentro, es en los pentagramas, en el entramado de Graciela Jiménez, inexcusable y vital presencia. Graciela, me has ganado porque me has convencido que el músico dice la verdad cuando une el erotismo con la tristeza, cuando el lenguaje musical se transforma no en una física sino más exactamente en una metafísica de la realidad: y eso significa una afirmación de la existencia.

“Lo demás es silencio”. Ese silencio que enmarca el sonido de una presencia verdadera, la de Graciela, aquella que aprendió que la auténtica presencia del propio ser está siempre en el otro. Allí donde nace (perdónenme la pedantería) la subjetividad. Graciela podría avalar con sus personales corcheas aquella expresión de Pepe Bergamín: “Yo sería objetivo si hubiera nacido objeto, pero como nací sujeto, soy subjetivo”. Este sujeto que es Graciela dice su verdad.

Arnoldo Liberman

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