EL ÚLTIMO PULSO

Pasado ya ese primer verano sin su presencia y con el amargor que provoca la ausencia, se publica (a modo de epitafio visual) el último de los conciertos filmados al maestro Abbado en su querida Lucerna. En este último anexo testamentario a su extenso legado sonoro, el milanés pretende mirar de frente (sin miedos ni complejidades) a esa poderosa silueta que en vez de batuta zarandea una guadaña. Un programa que aspira a echarle un postrero y desigual pulso a la muerte. Obertura Trágica (en un principio llamada Fúnebre por Brahms), la paloma del bosque vociferando la muerte de Tove en los mastodónticos Gurrelieder o el desaliento mortuorio de la Marcha Fúnebre de la Heroica, adquieren por tanto nueva dimensión y matiz cuando en el reloj vital del que está subido al podio resta ya poca arena que volcar. De ahí que algo premonitorio y funesto parece mascarse en el ambiente.

Con la habitual y espectacular toma de sonido que ofrece el KKL de Lucerna, Abbado insiste en esa búsqueda de la belleza que lo acompañó infatigablemente en su última etapa creativa (tan amada y odiada a partes iguales). Preciosista y denso Brahms, adornado con flores de pétalos negros, que deja aromas de religiosidad y espiritualidad (sobre todo en los pasajes fugados). Una pulcra exposición tímbrica para una fáustica partitura que Abbado parece (por momentos) recitar bajo exhalaciones, en un perpetuo fluir de versos (bellísimo fraseo).

Más que a Wagner, el Interludio de los Gurrelieder desprende un olor a mahleriana tierra mojada, inevitable viniendo del que firma. Romántica hasta los tuétanos, supone un suspiro apasionado y lleno de melancolía por ese futuro que para Abbado resultaba ya intangible. El colorido y multitudinario despliegue orquestal se ensambla a una interiorización expresiva marca de la casa, recreándose en cada pliegue sensitivo de esta monumental obra, a la que se acopla a la perfección la fornida y desgarradora voz de Mihoko Fujimura.

Entre esos libros de Historia de la Música en los que ya aparece el milanés, jamás relucirá su Beethoven de floristería, sin claroscuros, demasiado adornado y jubiloso, que siempre acaba haciendo aguas. Una visión romántica de la Heroica, apoyada en grados superlativos de solemnidad y suntuosidad sinfónica, que por desgracia emperifolla en demasía el fatuo discurso, siempre ensimismado por llenar de coloración hasta el rincón más grisáceo de la partitura. Se debería exigir una corona de espinas para dirigir como se merece la dolorosa Marcha Fúnebre, aquí algo destensada y monótona, que va deshinchándose en su desplomado caminar, dejando ver al trasluz las costuras del tejido orquestal. Mucha belleza y poca verdad. Sobra pintalabios y falta más sombra de ojos en la última mirada antes de la partida de este gigante.

Javier Extremera