La Orquesta Sinfónica de Navarra ha comenzado con paso firme la andadura otoñal del nuevo curso, con un programa contundente, acaso un poco largo, tal vez porque la primera de las obras, el Te Deum para coro y orquesta de Lorenzo Ondarra no casara demasiado con el resto del programa, o se excediera en su papel de introducción. La obra mantiene un tono jubiloso con recursos madurados, y el Orfeón Pamplonés hizo un excelente trabajo.
Juan Pérez Floristán comenzó el Concierto para piano y orquesta n.º 1 de Tchaikovsky con algunas trabas que fueron desapareciendo. El joven pianista acaba dominando los momentos más virtuosos; se le podría sugerir que siguiera profundizando en los más líricos, como el de la hermosa propina del ruso que nos ofreció.
La batuta de Manuel Hernández-Silva fue coherente a lo largo de todo el programa. El segundo movimiento de la Sinfonía n.º 8 en sol mayor op. 88 de Antonín Dvorák es un adagio en el que con naturalidad se nos introduce en un paisaje lírico encantador, y ahí los matices pudieron haber sido más finos. La cuerda hizo una sobresaliente actuación; la de los vientos fue notable. Pero, en líneas generales, la sinfonía brilló con todo su encanto y fuerza sincera, y el público lo expresó con una densa ovación.
Javier Horno Gracia
Orquesta Sinfónica de Navarra, Orfeón Pamplonés / Manuel Hernández-Silva.
Obras de Ondarra, Tchaikovsky, Dvorák.
Auditorio Baluarte de Navarra, Pamplona.
Foto: Manuel Hernández-Silva.