Que en la actualidad podamos ver programada, en los teatros de ópera de medio mundo, Lucrezia Borgia de Gaetano Donizetti, se lo debemos -sin duda- a la más bella voz femínea parida por el siglo pasado que fuera Montserrat Caballé, quien en la década de los sesenta, desfibrilador en mano, decidió resucitar para el mundo esta partitura por obra y gracia de su inigualable talento. Y ahí sigue la eterna hija del papa Alejandro VI, después de casi dos siglos desde su estreno operístico, maldiciendo y envenenando a todo el que se le ponga por delante, puliendo sin descanso esa pesada piedra que ha tenido que soportar desde su nacimiento, alimentada por la inagotable leyenda negra que siempre la rodeó y que la retrata con trazos de mujer despiadada y criminal. Una leona capaz de devorar a su propia descendencia.
La italiana Silvia Paoli, curiosamente voltea como un calcetín todos los clichés adosados al legendario personaje histórico en su provocadora y controvertida propuesta escénica representada ahora en el Teatro de la Maestranza, transformando a esta “monstruosa” mujer en una inocente víctima de su entorno y de su tiempo, en vez de exhibirla con su habitual hacha de verdugo. Paoli expone un discurso libertario pero discutible, sin prejuicios ni jurisprudencia que la encadene, donde la heroína de Donizetti es una víctima más en un mundo exclusivamente de hombres y en el que las féminas son un mero objeto sexual de usar y tirar. Ahí está ya en la Obertura el instante en que siendo una cría sufre la violación por parte de su padre (caperucita y el lobo feroz) o esa otra violación grupal al estilo de “la manada” a la conclusión del Prólogo, por la que finalmente tendrán que rendir cuentas sus participantes. Esta Lucrezia es un producto fabricado exclusivamente por el patriarcado.
Paoli centra toda la obra sobre un único decorado. Los palacios de Venecia y Ferrara son sustituidos por un sucio y apestoso matadero de carne, situando temporalmente la acción en la Italia fascista de Mussolini. Una apuesta que si bien al principio sorprende por su audacia y libertad, finalmente, a medida que se desarrolla el texto, acaba lastrada por su repetitividad, extravío y gratuidad. Y es que los fasces, las camisas negras, el ambiente bélico y opresivo o la violencia explícita (como esas inexplicables chicas enjauladas cual fieras) nos hacen acordarnos inevitablemente del Saló de Pasolini o incluso del Novecento de Bertolucci, de quien por ejemplo Don Alfonso parece un calco de aquel brutal fascista al que daba vida (como si la suya le fuera en el empeño) el actor Donald Sutherland.
Un paraíso lúgubre, infernal y amoral de suciedad, bajeza, sexo, violencia, muerte y sobredosis de hemoglobina que continuamente parece beber de la fuente estilística de ese alborotador escénico que es el director austríaco Martin Kušej, del que por ejemplo su visión de Las Bodas de Fígaro representada en Salzburgo en 2023, resulta ser prácticamente prima hermana de esta Lucrezia Borgia alzada triunfalmente en el coso del Guadalquivir.
Don Vito Corleone
No sabemos si Maurizio Benini nació para así poder dirigir las óperas belcantistas, o, sin embargo, fueron los músicos italianos los que inventaron el belcanto romántico para que él pudiera conducir sus partituras. Tenerlo en el foso es apostar por el caballo ganador, pues “el Don” dio toda una insuperable lección de cómo se dirige este repertorio (se las sabe todas). Fraseo noble y hermoso para un ejercicio elegante y refinado de estilo (cien por cien italiano), en el que toda su fundamentación se basa en acompañar (¡y con qué mimo y cuidado!) a las voces, protagonistas absolutas de la representación. A Benini solo le faltó arropar en el hotel a los cantantes antes de dormirse. Como en ese maravilloso rubato que desplegó en algunos momentos inolvidables, como por ejemplo durante la larga y mortuoria exhalación final de Gennaro llevada con un magistral pulso. La Sinfónica sevillana sonó con una calidez y delicadeza pocas veces exhibida antes, junto al contundente y eficiente Coro masculino del Maestranza (todo un acierto ponerlo en la planta superior del decorado), que defendió estupendamente el tipo pese a las ridículas coreografías que tuvo que soportar.
Marina Rebeka
Si existe un verdadero pilar con el que Donizetti edifica sus óperas esa es sin duda la voz humana. Su música y dramaturgia está esclavamente al servicio del canto. Y da igual que la obra parezca prefabricada en una cadena de montaje musical (en ese año de 1833 el italiano estrenó tres óperas más) o que carezca de progresión y desarrollo dramático, que el libreto presente lagunas imperdonables, que los personajes estén dibujados con brocha gorda o que el de Bérgamo tire de su habitual astucia y manido formulario compositivo para dar a luz su ópera, porque si los cantantes presentes son buenos, uno acaba siempre rendido a sus pies. Y es lo que sucedió con Marina Rebeka, que consiguió que todo el público se rompiera las manos cuando salió a saludar, vencedora absoluta de esa carrera de obstáculos que supone encarar su rol. Y eso que la letona lo interpretaba por primera vez en su currículo. Fraseo exquisito y delicado (“com’è bello!”), centro robusto, coloratura natural (sin pirotécnica vacua), virtuosismo y agilidad a raudales, un instrumento de enorme flexibilidad y extensión (resplandeciente “m’odi, ah! m’doi”), timbre fresco, una técnica inmaculada (incluido ese terrorífico sobreagudo con el que se cierra la obra), un fiato soberbio y sobre todo una potente presencia física sobre el escenario que exhala un magnetismo que solo los más grandes llevan incorporado a la piel. Su Lucrezia no ha hecho nada más que venir al mundo, por lo que se le aventura un futuro largo y prometedor.
Comparado con este torbellino, Duke Kim, resultó ser un insuficiente e insulso Gennaro, pese a ostentar una voz agradable y muy lírica, pero bastante limitada en volumen y caudal. Tampoco le ayudó su torpe presencia actoral sobre el escenario. El famoso “Di pescatore ignobile” lo ejecutó con efectividad y brillo, ofreciendo lo mejor de sí mismo en el mortuorio dúo final, siendo capaz de sostener las frases con la lentitud exigida por Benini desde el foso. Krzysztof Bączyk, firmó junto a ellos el mejor momento de la función. El fabuloso “Trío del Veneno” donde las fuertes dosis de dramatismo y tensión hacen que parezca sobrevolar ya sobre la partitura el fantasma del mismísimo Verdi. Un Don Alfonso de presencia amenazadora y voz potente, oscura, a veces incluso exagerada, que relumbró en el “Aria de la Venganza” del Primer Acto, incluyendo el incómodo y enérgico agudo final. La mezzo Teresa Lervolino como Maffio Orsini, que fue de menos a más, cumplió en sus dos grandes momentos escénicos, el aria inicial “Nella fatal di Rimini” y la chispeante “Balada del brindis”. Voz bien coloreada pero plana y algo monótona. Acertadas y divertidas, por su extravagancia y exhibicionismo sadomasoquista, las apariciones del tenor Moisés Marín regalando un Rustighello de látigo fácil. En definitiva, una noche de aplausos y triunfos personales, que será recordada por ser cuando Marina Rebeka tomó la alternativa ante este imponente Mihura vocal.
Javier Extremera
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 06-Diciembre-2025.
Gaetano Donizetti: Lucrezia Borgia.
Marina Rebeka, Duke Kim, Teresa Lervolino, Krzysztof Bączyk, Matías Moncada, Moisés Marín.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.
Dirección musical: Maurizio Benini.
Dirección escénica: Silvia Paoli.
Producción del Teatro de la Maestranza, Auditorio de Tenerife, Ópera de Oviedo y el Teatro Comunale de Bolonia.
Foto © Guillermo Mendo-Teatro de la Maestranza