El pasado fin de semana se puso en marcha la 37ª edición del Festival de Úbeda, que aparte de la música en vivo ofrece un inigualable legado arquitectónico y cultural, patrimonio de la humanidad. Dos soberbios y privilegiados instrumentos han sido los grandes protagonistas de su arranque. Por un lado, el violín legendario de Midori, y por el otro, una de las mejores formaciones de nuestro país como es la Orquesta de la Comunidad Valenciana. Por la ciudad pasarán hasta el próximo 28 de junio grandes pianistas como Bavouzet, Olafsson o Zacharias, junto a músicos de la talla del Cuarteto de Leipzig, Pablo Ferrández, Chucho Valdés, Sondra Radvanosky o el onubense Lucas Macías, que dirigirá a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.
A sus 53 años, una de las últimas leyendas del violín, Midori Goto, fue la encargada de romper la cinta inaugural del certamen. Lejos quedan aquellos años en que se le exhibía como una exótica “niña prodigio”, ya que hoy reluce convertida en un músico gigantesco y de vasta experiencia, capaz de exhalar con su áureo instrumento un despliegue de deliciosas y sabias fragancias violinísticas. Elegancia en las formas y en el discurso, un vibrato vigoroso, una privilegiada articulación, un sonido muy cálido y hermoso aferrado a un fraseo de gran belleza canora y un esmerado despliegue técnico, que dejó momentos maravillosos en la primera parte del programa dedicado a ese matrimonio a tres que fueron los Schumann y Brahms. A las Romanzas Op. 94 de Robert le siguieron las tres Romanzas Op. 22 de Clara, para finiquitar este primer asalto ultra romántico con la apasionada Segunda Sonata Op. 100 de Johannes.
Todo lo contrario que el teclado de Özgür Aydin, más pendiente de no dar un traspié y truncarle la noche a su inigualable compinche, sabiendo perfectamente que la estrella era ella (se limitó en todo momento a ser pareja de baile). El turco es un pianista gélido, austero y escasamente apasionado, más cómodo en los movimientos rápidos que en los lentos, de pulsación algo marcial y mecánica, sin dejar a veces que la música respire por sí misma, de esos que tapan sus carencias expresivas y emocionales a base de decibelios. El Brahms se le escapó vivo de las manos, sin ser capaz en ningún momento de infundirle sonoramente ese aire apasionado y sentimental que pide a gritos esta genial partitura. El matiz romántico de la obra, la fantasía, la frescura, el lirismo soñador y la habitual densidad brahmsiana solo hizo acto de presencia a través del arco aristocrático de Midori (¡qué bien cantado el eterno Andante Tranquillo!).
Para encontrar un verdadero coloquio entre los dos instrumentos tuvimos que esperar a la segunda parte del recital con la estupenda Sonata FP 119, que Francis Poulenc dedicara a la memoria de Lorca (ambos tuvieron que convivir con el desprecio social por su orientación sexual). Una obra de gran riqueza cromática y una escritura de enorme sensibilidad que resonó intensamente en ese soberbio Intermezzo, auténtico epicentro musical de la obra.
Tras las deliciosas Cinco piezas al estilo popular Op. 102 de Schumann, volvió a surgir aquella despampanante niña prodigio que dejaba a todo el mundo embobado cuando atacó las primeras notas de esa virtuosística bomba de relojería que es la Tzigane del mago Ravel. Técnicamente irreprochable, Midori, desplegó volcánicamente toda una colosal paleta de colores y efectos, estrujando el instrumento hasta la última gota, en una exhibición de esas de dejar a uno boquiabierto. Pizzicatos, glissandos, dobles cuerdas, armónicos rápidos… música en forma de afiladas espinas que en las manos lustrosas de Midori se convirtieron en diabólicos juegos de malabares. Inolvidable.
Beethoven y Tchaikovsky hermanados
Que la Orquesta de la Comunidad Valenciana es una de las mejores formaciones patrias creo que nadie ya se atreve a discutirlo. El pasado sábado dieron buena muestra de ello con un programa sinfónico de tintes clásicos y populares: Octava de Beethoven y Quinta de Tchaikovsky. Agrupación que cada día se hace más y más grande en calidad y prestaciones, progresando desde esa infranqueable atalaya operística que es el Les Arts valenciano. Vibrante y poderoso metal, brillantes intervenciones de las maderas, pero sobre todo una musculosa sección de cuerda de marcado aroma centroeuropeo, que es sin duda lo que hace de esta orquesta una de las mejores de nuestro país. Lástima que el timón recayese en las trepidantes manos del joven y amanerado Michelle Spotti. El italiano dirigió con idéntico discurso y despliegue estilístico tanto Beethoven como Tchaikovsky (pecado de juventud imaginamos), algo así como intentar mezclar agua y aceite, ya que la luminosa arquitectura sinfónica del alemán, en nada tiene que ver con las oscuras tinieblas existenciales del ruso. Obsesivamente aferrado a un invisible y castrador metrónomo, llevó en todo momento a la Orquestra de la Comunitat Valenciana sin aliento y con la lengua fuera. Ni un solo uso del comodín del rubato, ni una sola pausa o contención, sin reflexiones ni preguntas, sin reveladores silencios o suspiros, sin contrastes expresivos, sin meditaciones, sin profundizar nunca en ese más allá que siempre lleva adosada la gran música… todo fue una carrera (o huida) desesperada hacia delante, de esas de ¡sálvese quien pueda!
La Octava Sinfonía de Beethoven (“la pequeña” como le gustaba llamarla el propio compositor), pese a la chispa e ímpetu con el que la dotó desde su vertiginoso arranque, se quedó a medio camino en todo. La insensatez de sus tempi acabó por esconder la belleza paisajística de este memorable y luminoso viaje sonoro, rendido homenaje a los universos sinfónicos de Haydn y Mozart. Fluidez desbordada e inflexibilidad rítmica para un castrense Beethoven atrapado dentro de una camisa de fuerza. El director italiano nunca estuvo a gusto en los pasajes más líricos, pues lo suyo es intentar hacer brotar sin descanso llameante lava sonora. Apabullante y delusorio.
En la Quinta de Tchaikovsky, Spotti sacrificó la atmósfera tortuosa, opresiva e irrespirable, por la electricidad y el vacuo énfasis metronómico, convirtiendo el suspense y el drama en una atlética y estólida carrera de cien metros lisos. El italiano, como queriendo ser más Mravinsky que Mravinsky, puso a sus músicos a caminar continuamente sobre el borde de un precipicio dinámico. Pero esta orquesta tiene tanta calidad, que en vez de tirarle el arco a la cabeza, salió del envite y del desafío de manera proverbial. En el sublime Andante, que pasó por delante de nosotros como un rayo y donde se mascó la tragedia (se le cayó la boquilla al solista de trompa justo antes de arrancar el movimiento), jamás se detuvo a escuchar a la orquesta, a dejarla suspirar y divagar por el drama vital que se nos narra, a comunicar e intentar descifrar, en definitiva, ese alarido existencial que rebulle entre sus tripas. Por tanto, un primer fin de semana de muchas luces y alguna que otra sombra, en este sabroso aperitivo de un Festival ubetense que promete grandes citas y que sigue más vivito y coleando que nunca.
Javier Extremera
· Midori (violín). Özgür Aydin (piano).
Obras de Clara y Robert Schumann, Brahms, Poulenc y Ravel.
· Orquesta de la Comunitat Valenciana. Director: Michelle Spotti.
Obras de Beethoven y Tchaikovsky.
Úbeda. Auditorio del Hospital de Santiago. 16 y 17 de mayo 2025.
Foto © Festival de Úbeda / Alberto Román