Música clásica desde 1929

Crítica Libros / Los músicos de Hitler (de Pedro González Mira) - por Paulino Toribio

06/11/2024

Como en toda época convulsa de dictaduras, guerras y devastación, el dilema que han de resolver los músicos y cualquier artista es el de mantenerse, adaptarse a la situación, dar más o menos la cara, luchar, esconderse, colaborar con el poder o directamente,  escapar al exilio. Toda una serie de reacciones y planteamientos muy diversos, según la naturaleza y personalidad de cada uno, según la situación de acoso, según la complacencia, etc. Evidentemente para algunos fue fácil continuar en la Alemania nazi puesto que su situación era muy favorable, véase Richard Strauss, Furtwängler, etc.

Wagner fue para el régimen nacionalsocialista un auténtico filón, un “acompañamiento emocional a sus planteamientos racistas”. ¿Podemos hablar de ellos y sus familias como auténticos nazis? Quizá no, aunque Wagner escribiera algún texto proclive antisemita y toda su prole tuviera relación directa con el dictador, lo cierto es que su producción musical al igual que la de Strauss fue desbordante y trascendental para la historia de la música occidental, creo que no tenían el tiempo suficiente para medrar en conjuras nazis. Para Pedro González Mira, no obstante, la apropiación de las óperas wagnerianas por un “ejército de racistas sanguinarios estaba sirviéndose en bandeja de plata”. A pesar de todo, nos dice el autor,  hay una premisa innegociable: “la música de Wagner es única, genial, irrepetible, de una calidad extrema y seguramente indiscutible”. Sinceramente pensamos que la abstracción propia del músico y compositor difiere de la utilización que luego se hiciera de esos resultados creativos.

La Gesamtkuntswerk (obra de arte total), es el concepto que se instaló en el Festival de Bayreuth de la mano de Wagner y de su mujer y alter ego Cosima, un lugar de culto y peregrinación.

Durante un largo periodo de tiempo Hitler se había adueñado del Festival junto a su mano derecha y ministro de propaganda Goebbels. “A partir de 1933 Bayreuth se convirtió en el Festival de Hitler, que además iba consolidando su poder bélico”.

Acabada la guerra, Franz Wilhelm, reputado jurista y enemigo de Hitler propuso la desnazificación de la familia Wagner con el apoyo de intelectuales purgados como Arnold Schönberg, Paul Hindemith, Arthur Honegger o Thomas Mann, y además ocuparse del Festival.

Winifred Wagner, viuda de Siegfried Wagner y amante de Hitler, fue clasificada como de “gran delincuente”, por haber permitido la “desfiguración del legado de Wagner, para favorecer el nazismo”. Las tropas norteamericanas ocuparon Bayreuth en 1945 y el Festival desapareció hasta 1951, año en que sonó una monumental y pacificadora 9ª Sinfonía de Beethoven de la mano de Furtwängler.

Según afirma Pedro González, “hoy, Bayreuth, ya no es un lugar atractivo para el buen Wagner. Tienen mucho más tirón sitios como Múnich o Berlín”.

En cuanto a Richard Strauss, el autor se pregunta cómo es posible que todo un pueblo pueda poner a convivir a hombres como él junto a fenómenos como Hitler. Claro, la mente del músico es abstracción pura y también nos extraña que coexistieran dos personajes de tan diferente condición.  Strauss era un gran trabajador de la cultura, le encantaba ganar dinero con su profesión, la vida doméstica y defendía la música como producto del  puro esfuerzo. Entre Schopenhauer y Nietzsche, con una actitud de burgués, llegó a convertirse en “el compositor de óperas más prolífico del siglo y en un director de orquesta parco y extremadamente fiel a la partitura”. “Su ambigua postura ante el ascenso al poder de los nazis le jugó malas pasadas”. En su primera gran obra, el “Don Juan”, “en realidad su primera gran música de verdad”,” el empuje y vitalidad de la obra es el de un enamorado de la vida” y probablemente de alguien más, Pauline de Ahna, su futura esposa e inspiradora de gran parte de sus lieder. Las alegres travesuras de Till Eulenspiegel quizá encierre la “orquestación más rica, imaginativa y elocuente de todo Strauss”.

Fue nombrado en 1908 director general de la música en la febril ciudad de Berlín, podía dirigir varias óperas en una misma semana, escribir poemas sinfónicos, el himno de las Olimpiadas del 36 por encargo directo de Hitler, lo que no dejó de ser una “importante colaboración del compositor con el régimen nazi”. “Strauss ingenua o calculadamente, condenaba el antisemitismo, pero mantenía su acostumbrada actitud fría ante los políticos”. Strauss, no obstante,  fue sometido al proceso de desnazificación y se le acusó de claro colaboracionista.

En su obra “Así hablaba Zaratustra”, basada en el texto de Nietzsche, se le criticó por el intento de convertir en música el texto del filósofo, Strauss se defiende diciendo que solo se había propuesto hacer un cuadro del desarrollo de la raza humana desde sus orígenes. Pedro González nos define de esta manera tan gráfica y efusiva el inicio de la obra: “un pedal de órgano sobre el que desde un impenetrable y cósmico silencio emergen las cuatro trompetas que hacen estallar la orquesta, acallada violentamente por los timbales”, un “resultado sonoro, cuyo virtuosismo contrapuntístico y melódico nos parece soberbio”.

En su Don Quijote, Pedro González afirma que es la pieza orquestal más perfecta y más indiscutible del compositor, “contiene la música más humana, veraz y sincera que nunca saliera de su pluma…es divertida y profunda, y en ninguna medida contiene el menor rasgo de pedantería filosófica. Melódicamente es un torrente y estructuralmente no tiene el más mínimo fallo”.

En sus últimas obras “Metamosfosis” y “Cuatro últimos lieder”, podemos apreciar a un compositor “sensible ante la belleza, tan radical ante los sentimientos, tan amante de la naturaleza y tan cauto con sus semejantes”.

Las óperas de Strauss, nada menos que quince, son la historia de una relación  tortuosa con sus libretistas, el texto y la música a veces se potencian y otras se distancian. ¿Qué predomina? ¿Es necesario que haya una superposición del texto a la música o de la música al texto? En relación a los lieder hay un capítulo que reza: “Los lieder, la palabra se rinde a la sustancia sonora”. Con respecto a Salomé, Pedro González expone: “la música penetra en el texto como si de un monstruo se tratara hasta hacerlo estallar en mil pedazos”. Esta clara la preponderancia musical.

Con Elektra y el libretista Hofmannsthal, sin embargo,  se produce la “fusión entre el trabajo de dos genios”. Para muchos especialistas es su ópera cumbre.

Con el Caballero de la rosa, Strauss da un giro al baño de sangre de las dos primeras óperas y emplea un lenguaje llevando al límite los recursos tonales de manera que “resulta inexplicable que, sin quebrantar las reglas de la armonía, se puedan diseñar situaciones sonoras tan novedosas”.

“La mujer sin sombra” es una historia fantástica de cuento de hadas, su ópera más compleja y de mayor duración, quizá su mejor trabajo. Strauss acudía una y otra vez a la vida doméstica para alejarse del trascendentalismo que imperaba por doquier.

Imaginamos a Strauss recluido en su casa elaborando sus sueños y su propia identidad al igual que Zaratustra se recluyó en la montaña y se alejó de una sociedad en busca de una reafirmación personal.

Otros autores como Hans Pfitzner, simpatizante declarado del régimen nazi, cuya obra está poco difundida; cabe resaltar sus ciclos de Lieder, Palestrina, una larga ópera, absolutamente maestra y olvidada. Pfitzner tuvo discípulos renombrados como el director de orquesta Otto Klemperer, quien mantuvo una postura clara y diáfana contra el nazismo toda su vida, Carl Orff y Werner Egk. De Carl Orff nos habla González Mira como de un compositor aburrido y bastante prescindible, con una actitud política poco sincera, eso sí, un buen pedagogo.

Orff y Egk recibieron el encargo de componer la música para las Olimpiadas del 36. Hubo purga en el Conservatorio de Berlín y despidieron a veintisiete profesores sustituyéndolos por adeptos al régimen. Se cumplen 120 años del nacimiento de Wagner (1813) y se relaciona al valeroso personaje de Siegfried directamente con el dictador Hitler.

Paul Hindemith, uno de los compositores más decisivos de su tiempo supo ir a contracorriente en este periodo tan convulso. “No se unió al enemigo de la tonalidad, pero supo crear un contexto de pocos amigos”. Inspirado en los orígenes de un gran revolucionario, Bach. Reivindicó un sentido práctico de la música, como un artesano y defendió la idea de que la práctica musical siempre es mejor que la escucha. Renuncia a los estados de ánimo propios del romanticismo y reivindica una funcionalidad social de la música. Su ópera Mathis der Maler (Matías el pintor) supone una gran reflexión entre el arte y la vida. Con el paso de los años Hindemith se aferra a la tonalidad y ataca duramente al dodecafonismo. Ludus tonalis es una de sus obras más importantes, inspirada en Bach. 

Europa está en crisis y las crisis promueven cambios, el debate entre músicas tonales y atonales empezaba a tomar fuerza. Se tiende al abandono de las ideas conservadoras de la música romántica de la estela wagneriana. Llegan al Conservatorio de Berlín figuras como Klemperer, Hindemith o Schönberg.

La pareja Bertold Brecht-Kurt Weill estaba tachada de maldita y era el punto de mira de las juventudes nazis.

Hay una larga lista de compositores europeos por estas fechas que realizan sus trabajos para Hollywood, es el caso de Toch, músico vienés, afincado en Manheim, compuso siete sinfonías y numerosos cuartetos, todo ello de una gran calidad, sin embargo, es música ausente de las salas de conciertos hoy en día. Se exilió a París y compuso música para las películas americanas, lo mismo le sucedió a Waxmann quien sí consiguió un importante legado para este cine (Capitanes intrépidos, Rebeca, Sunset Boulevard, El príncipe valiente, etc.).

Korngold fue otro de los autores clave para Hollywood, su concierto para violín es muy destacable.

Hubo muchos autores que se quedaron y  pagaron con su vida en los campos de concentración la creación musical libre (Krasa, Schulhoff, Ullmann, etc.).

Arnold Schönberg fue la figura dominante en la música alemana tras Richard Strauss.

“Su implacable impronta intelectual marcó su no menos recta trayectoria, y desapareció de su país”. Profesor de armonía y contrapunto, su Tratado de Armonía representa una importante aportación teórica a la música.

Se fue apartando poco a poco de la armonía tradicional y “se hacía famoso por eso”.

El mismo compositor manifestaba con respecto al dodecafonismo: “he hecho un descubrimiento que asegurará la hegemonía de la música alemana para los próximos cien años”. Creemos que en este caso, uno de los pilares de la música del siglo XX, un revolucionario, se confundía. Concibió su música como una respuesta a la cultura burguesa.

Títulos como Noche Transfigurada, Gurrelieder, constituyen verdaderos monumentos sonoros. Con una orquestación desmesurada en el caso de Gurrelieder, consigue sin embargo un equilibrio perfecto. Seguimos aquí con un Schoenberg absolutamente tonal pero deja el sistema al borde del abismo, “hecho unos zorros”.

De nuevo Pedro González nos envuelve en su dialéctica y nos invita a disfrutar de algunas partituras como es el caso de Pierrot Lunaire, “una de esas obras maestras de los tiempos modernos que es difícil escuchar, pero que merece los esfuerzos necesarios para ser disfrutada”, o “Variaciones para orquesta op. 31”, “su mundo emocional es el mismo que el presente en las grandes obras tonales, solo que ahora el soporte lingüístico es otro”.

Mención especial al único discípulo español directo de Schönberg, Roberto Gerhard, miembro talentoso de la generación del 27.

Anton Webern, discípulo fiel que empleaba el silencio como “elemento vital de la construcción sonora”. Otro autor importante, Alban Berg, todos ellos apasionados seguidores de Mahler, busca una equidistancia entre las formas clásicas y nuevas formas de expresión. Títulos imprescindibles, su Concierto para violín “A la memoria de un ángel”, sus óperas Wozzeck y Lulú, cuyo personaje para el autor del libro “es uno de los más complejos y enrevesados sicológicamente con que nunca nos hayamos tropezado”.

El francés Olivier Messiaen en cuya música “se hace patente la yuxtaposición de la fe católica, el mito de Tristán e Isolda y un uso extremadamente desarrollado de los cantos de las aves”, según palabras del propio compositor. A sus 22 años organista titular en la Trinidad de París. Su Cuarteto para el fin de los tiempos, una de las obras más espeluznantes del siglo XX, creada en un campo de concentración,  quizá resuma lo que Pedro González Mira quiere expresar a lo largo de su extenso libro “Los Músicos de Hitler”, la fortaleza y la predeterminación de la música, de los compositores, de los intérpretes por abrirse paso aun en los momentos más desfavorables y terribles. Una forma más de expresión y de comunicación que se cuela entre las rendijas de una sociedad arrasada y sometida.

La sinfonía Turangagila (1948), denominada por su biógrafo como “una enorme cordillera”, sus obras para órgano y su “kilométrica composición San Francisco de Asís” son parte de un importante legado que le convierte en uno de los compositores más esenciales del siglo XX.

Bela Bartók fue otro de los compositores imprescindibles de esta centuria, para el autor del libro, no cabe ninguna duda, “la música de Bartók es la calidad, originalidad y unicidad en su sentido más puro y primigenio”. Un gran investigador de la música folclórica húngara, gitana, rumana y de toda su área de influencia. El ascenso de los nazis al poder fue un problema añadido a la situación de su país. Bartók, un hombre con una decidida personalidad e individualismo fue especialmente sensible y contrario a la claudicación de su país ante Hitler. Una de sus obras “más completa, redonda y única” es su Música para instrumentos de cuerda, percusión y celesta. “La belleza natural puede ser hija de la complejidad del intelecto”, nos dice Pedro González al respecto. Su Mikrokosmos, una obra progresiva para piano en donde se pregunta  “cómo en el trasfondo de una obra absolutamente pedagógica puede haber tanta y tan buena música”. Lo mismo podríamos decir exactamente de sus 44 Dúos para violín en donde se percibe una sensibilidad extrema, una delicadeza y una inspiración contenida en pequeñas piezas también de carácter progresivo y didáctico.

En la última parte del libro se hace mención a diferentes directores de orquesta que conformaron el plantel alrededor del III Reich, entre ellos Furtwängler, el favorito de Hitler, el “artista de las mil caras”, “gozaba de una especie de magnetismo que esparcía entres sus músicos como si de un hipnotizador se tratara”, Toscanini, antifascista visceral, “ciclón del mediterráneo, ola de fuego, canto a la individualidad, la objetividad a ultranza”. Un joven director europeo, Herbert Von Karajan, un talentoso músico que consiguió vender todos los discos del mundo a través de la Deutsche Grammophon, el sello amarillo. Director que hizo muchas concesiones sentimentales a músicas que no “resisten tales dulzuras”, que se afilió al partido nazi en 1935 y que en los últimos años de su carrera se convierte en un director de culto, muestra de ello es el Concierto de Año Nuevo vienés de 1987, “seguramente una de las clases magistrales sobre el estilo de los Strauss más importantes que se hayan impartido jamás”.

Hans Knappertsbusch, quizá el más importante intérprete wagneriano de su tiempo, un genio en el control de la tensión armónica vertical. Clemens Krauss, miembro de los Niños Cantores de Viena, contratado en la Ópera Estatal de Berlín. Karl Böhm, un prodigio de naturalidad y sencillez, “no rompió ninguna barrera, pero las superó todas con extrema elegancia y un estilo único”, el artesano Eugen Jochum que se hizo cargo junto a Bernard Haitink de una de las formaciones europeas más importantes y completas, la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Bruno Walter, el brazo derecho de Mahler.

Klemperer, para el autor “el más interesante y mejor director de orquesta desde Furtwängler, que consiguió resaltar “la propia emoción del sonido”… “por eso pasaba las horas muertas, no practicando la dirección, sino observando las partituras”. “Su relación con los nazis fue de absoluto desprecio intelectual”.

Como ya nos tiene acostumbrados, Pedro González Mira, expone, revuelve los cimientos, sacude los principios de unos y otros, rebusca entre las partituras para encontrar no necesariamente palabras y gestos definitorios, al contrario para expandir un mundo complejo, lleno de recovecos, de egos, de luces aun no del todo visibles, de nuevas perspectivas. Nos lleva por un recorrido siempre fluido, a través de los diferentes compositores, de sus entornos familiares y sociales y en determinados momentos se para, respira profundo y acomete unas descripciones llenas de sagacidad y una retórica encendida. Hablando del Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen, obra crucial del siglo XX y que supone todo un estandarte de lucha, resistencia y convicción, nos dice:

“Messiaen logra que el receptor detenga su reloj vital para adentrarse en un mundo sonoro de una ingravidez existencial que resulta tan gratificante y agradable como elocuentemente morbosa y desestabilizadora”.

“Los músicos de Hitler” es un libro extenso, complejo y al mismo tiempo ameno, en la línea de otros trabajos de Pedro González, en donde se perfila el proceso creativo de los músicos en una etapa histórica difícil, una etapa que se quiso limpiar con los procesos de desnazificación posteriores emprendidos por los ejércitos aliados y que trasluce un caleidoscopio de sinrazones pero al mismo tiempo de explosión creativa y determinación.

por Paulino Toribio

COMPRAR LIBRO

 

Los Músicos de Hitler · Un hilo conductor para la música centroeuropea del siglo XX

Autor: Pedro González Mira

 

EAN: 9788410520097

ISBN: 978-84-10520-09-7

Editorial: Berenice, Editorial

Fecha de edición:2024

Encuadernación: Rústica con solapas

Dimensiones: 15x24

Idioma: Castellano

Nº páginas: 416

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