La música del siglo XXI se encuentra en un momento de profunda transformación. La irrupción de la inteligencia artificial, la expansión de las herramientas digitales y la saturación de fórmulas sonoras automatizadas han modificado por completo la manera en que se produce y se consume música. En este contexto, el lanzamiento de LUX, el nuevo álbum de Rosalía, ha suscitado una pregunta clave entre críticos y profesionales del sector: ¿estamos asistiendo al inicio de una nueva era de la industria musical? Más allá del éxito comercial, el proyecto de la artista catalana parece marcar el punto de inflexión en la búsqueda de una estética posdigital, donde lo tecnológico y lo orgánico intentan reconciliarse tras años de dominio de lo artificial.
Durante las primeras décadas del siglo XXI, la industria musical estuvo dominada por el paradigma digital. Herramientas como el autotune, los loops, los plugins y las producciones realizadas íntegramente desde computadoras portátiles se convierten en los pilares del sonido contemporáneo. Estos recursos simbolizan no solo el avance tecnológico, sino también una nueva sensibilidad generacional: jóvenes que encontraban en los sonidos sintéticos una forma de afirmar su identidad en un mundo globalizado y mediado por pantallas.
Sin embargo, como ha ocurrido en otros momentos de la historia de la música, la sobreexplotación de un lenguaje estético llevó al agotamiento sonoro. Lo mismo sucedió, en su momento, con la música concreta o la electroacústica de compositores como Stockhausen o Pierre Schaeffer. La historia tiende a ser cíclica: cada época de experimentación radical suele ser seguida por un retorno a lo humano, lo orgánico y lo emocional.
En la actualidad, el uso de la inteligencia artificial en la creación musical ha acentuado esta tensión. Cualquier persona puede generar melodías, letras o arreglos sin conocimientos técnicos, lo que ha democratizado la producción artística, pero también ha provocado una saturación de contenidos carentes de identidad o emoción genuina. Frente a esta sobreproducción digital y la perfección algorítmica, el público comienza a valorar aquello que no puede ser replicado por una máquina: la imperfección humana, la voz quebrada, el error en la ejecución y la emoción espontánea.
En este contexto, LUX de Rosalía se erige como un símbolo de cambio. El álbum no solo abandona el exceso de procesamiento electrónico, sino que reivindica la música orquestal y acústica como vehículo de expresión contemporánea. Su sonoridad íntima, orgánica y emocional invita a repensar en el papel de la producción en la música actual: ya no se trata de alcanzar la perfección técnica, sino de recuperar la autenticidad como valor estético.
Podría afirmarse que estamos ante el surgimiento de un nuevo sinfonismo popular, un movimiento que busca integrar la profundidad instrumental y emocional de la música clásica con la accesibilidad y la diversidad de los géneros populares. En esta nueva etapa, los límites entre estilos se desdibujan: el flamenco dialoga con la electrónica, la orquesta convive con los beats, el canto lírico se fusiona con lo experimental. Los géneros dejan de ser categorías jerárquicas para convertirse en espacios de convivencia sonora, donde la atmósfera y la estética pesan más que la etiqueta musical.
La aparición de LUX puede entenderse, más que como una ruptura, como un reflejo de una transición histórica dentro de la música contemporánea. La industria parece entrar en una etapa posdigital o neosinfónica, en la que la tecnología deja de ser un fin en sí misma para ponerse al servicio de la emoción y la verdad artística. En un tiempo donde la inteligencia artificial puede reproducir cualquier sonido, la autenticidad se convierte en el último territorio verdaderamente humano. Así, Rosalía, lejos de abandonar la modernidad, propone una síntesis: una música que une pasado y futuro, máquina y cuerpo, perfección técnica y vulnerabilidad emocional. Quizá efectivamente con LUX estamos presenciando el comienzo de una nueva era en la historia de la música del siglo XXI.
por Gabriel Villaverde Iglesias