Música clásica desde 1929

Observaciones (críticas) para un 90 cumpleaños

Una visión objetiva sobre RITMO en sus 90 años
por Pedro González Mira
Consejero editorial de RITMO
Redactor-jefe entre febrero de 1987 y octubre de 2013
(Publicado en la revista RITMO de Noviembre 2018 - num. 923 - Especial 90 Años)

En la actualidad, felizmente jubilado, en su estudio, rodeado de sus discos, Pedro González Mira hace un completísimo análisis de la historia de la revista y de su etapa como redactor jefe, de la que desvela algunas anécdotas: “trabajé codo con codo con una persona para elaborar el número del 60 aniversario, una tal Teresa Montoro, por aquel entonces joven periodista en busca de un camino propio. Me sucedió que encontré en ella a una esposa y madre de un chaval que, hoy un veinteañero independiente que vive en Australia, fue educado para conseguir ser libre”.​

Prehistoria

“Siempre igual: no adelantamos un paso. Las orquestas han sido subvencionadas (…) por el Estado. Particularmente La Sinfónica. ¿Y qué se le ocurre a la benemérita agrupación para demostrar su gratitud a los Poderes Públicos? Contratar unos cuantos directores extranjeros y no de los más afamados. (…). Sería un nuevo desencanto (…) este sistemático desdén”.

Así rezaban las primeras líneas del editorial del primer número de RITMO. Año 1929. Se titulaba “Subvenciones y Deberes”. Naturalmente se refería también a los compositores, al mismo “sistemático desdén hacia ellos”. En la mancheta de ese número figuraban los nombres de Conrado del Campo, Eduardo López Chávarri, Nemesio Otaño, Juan José Mantecón, Joaquín Nin, Adolfo Salazar, José Subirá y Joaquín Turina, entre otros. Y releer aquello hoy, al entrar en el año 90 de su dilatada existencia, con semejante plantel de mosqueteros blandiendo la espada por la causa musical española, pone los pelos de punta. Finalizaba el año, y al ataque de locura que condujo al país a su ruina física y moral le faltaba todavía un tiempo para encarnarse en toda su crudeza. Parecía que el momento era bueno (aunque, ¿alguna vez en la historia reciente de nuestro país hubo alguno realmente bueno para acometer gestas de ese tipo?) para comenzar una aventura editorial que tuviera que ver con la música. En aquel mismo número, al lado del editorial, aparecía un pequeño artículo titulado “Lo que será RITMO”. Y espeluzna no menos la declaración de principios que allí se hacía. En un lenguaje y estilo floridos hasta el infinito, se anunciaba algo tan lógico y necesario como una lista de las cosas que una prensa musical por nacer tenía que plantearse hacer. Ignoro quién lo pudo escribir. Pero como he trabajado durante muchos años con Fernando Rodríguez Polo, y sé cómo se entusiasma cada vez que se pone a escribir, con esa ilimitada capacidad de convertir un esqueje en bosque (cosas del periodismo de casta), no me importa aventurar que tras aquella avalancha de principios debió estar la pluma de Don Fernando, su abuelo e impulsor de la publicación. Los genes traicionan.

“Crónicas breves de los acontecimientos musicales más interesantes de España y del extranjero; artículos doctrinales de carácter pedagógico, histórico y estético; Informaciones sobre la organización de agrupaciones musicales: Sociedades filarmónicas, culturales; Orquestas, Bandas, Orfeones, Masas Corales, Centros docentes, extensivas a las Repúblicas Hispanoamericanas, completará nuestra labor”, se podía leer. Impresionante. Se iba a construir un jardín de inmensas proporciones sobre un auténtico páramo musical, cuyo futuro en ese momento, como los futuros de tantas otras cosas a finales de 1929 en España, era más que dudoso.

Es necesario releer todo aquello ahora. Para observar qué futuro real tuvo, antes y después de la Guerra Civil. Lo voy a intentar hacer sin llenar más papel del necesario, pero siento el compromiso moral de empezar por elevar al cielo esos dos artículos del primer número de RITMO, porque en ellos no es que estuviera ya todo lo que habría de hacerse con la prensa musical en las siguientes décadas (que también), sino que se anunciaba, adivinaba, resumía y en cierta medida sobrepasaba lo que, a la postre, los que vinieron luego siguieron intentando hacer.  Y no es que estos fueran o no capaces de llevarlo a cabo, sucede que, en el fondo, declaraciones de principios de esa naturaleza están pensadas para ser incumplidas; son solo producto de una ilusión tan necesaria como fugaz, es decir, irrealizables en su más que ambiciosa totalidad. Pero la revista echó a andar bajo esas premisas, y su historia desde entonces hasta hoy revela que se ha andado un camino de esfuerzos de todo tipo para levantar y poner en práctica un concepto que en nuestro país siempre fue bastante difuso, el de periodismo musical.

La defensa de la música y los músicos españoles; de las instituciones musicales españolas, públicas y privadas, todo ello perfectamente localizable y documentable en los más de 900 números de RITMO publicados hasta este momento, ha tenido que recorrer un largo camino, pero muchas veces salpicado de un falso y pegajoso nacionalismo, lleno de trampas creativas. No hemos de sembrar confusión. Hay que defender a muerte la música española, pero sin perder de vista que en su último siglo de vida, este país se enfrascó en una dialéctica entre lo nacional y lo extranjero muy artificiosa y políticamente interesada. Las pruebas de ello están en los primeros (y no tan primeros) números de RITMO. Lo vemos ahora, lo hemos podido ver siempre, y ya en el primer editorial así se significaba. RITMO como auténtica herramienta política para fabricar cultura. Cultura musical. Creación musical.

Hoy, sin embargo, ese “nacionalismo en lucha” resulta superado; los nuevos músicos son músicos del mundo, no de un lugar, aunque muchos pequeños y anticuados lobbys sigan utilizando una especie de discurso del miedo para recuperar tiempos que definitivamente están ya enterrados. Espero que a lo largo de este artículo, aun tangencialmente, haga hablar a la revista para desgranar esas afirmaciones; para desvelar significados, evoluciones, cambios, problemas. Espero que pueda, a través de sus protagonistas y sus logros, hacerla hablar de sus grandezas y miserias. No sé a qué conclusión podré llegar, pero el haber leído esos dos artículos del primer número del año 0, aunque como presagio funcionen como un viaje de ida y vuelta, me ha estimulado mucho antes de empezar el recorrido. Leyéndolos hoy da un poco la impresión de que, si bien no se puede negar cambios de aspecto importantes en el tiempo, el fondo de la cuestión (musical) probablemente sea hoy el mismo. De ahí que pida al lector que interprete mis palabras más como producto de una observación que de un análisis; y sin  conclusión alguna, salvo las que pueda él extraer personalmente. Quiero (de serme posible) conseguir que sea RITMO quien hable; que sea la protagonista de esa observación; una observación tranquila pero lo suficientemente crítica.

Los años de pre-guerra

Un año después del número 1, del comienzo del Año 0, y al módico precio de una peseta, RITMO seguía saliendo a la calle. Inauguraba así sus conmemoraciones, algo que, y hasta el día de hoy, siempre gustó en la revista: seguramente porque el milagro de seguir saliendo es algo muy celebrable. En el número 24 (noviembre de 1930) se pedía opinión a algunas firmas ilustres “acerca de la labor realizada por la revista”. Y contestaron unos cuantos. Entre otros, un tal Lluís Millet i Pagès, conocido como el maestro Millet; discípulo de Felipe Pedrell, y fundador (con Amadeo Vives) del Orfeón Catalán. En su artículo (en catalán, faltaría más) observaba:

“(…) La bona orientació d’eixa Revista RITMO que al cap d’un any de sortir es redreça amb non esclat per a seguir avant demostra que s’acosten millors temps per a la cultura literario-musical ibérica. Aixi sia!”.

Ahí es nada. La cultura ibérica. Y dicho en RITMO, de Madrid, pero en lengua vernácula. Algún que otro catalanista de la nueva hornada se tendría que dejar caer por estos lares para entender ciertas cosas. En fin, no se imaginaba el bueno de Millet que la cosa iba a acabar mal para su pueblo, su bisnieto y su idioma más pronto que tarde; él, a lo suyo. Y RITMO también. ¡Un año de vida más!

En el número 43, ya en 1931, tuvo que haber algún problema de edición: porque aparecía en mancheta como núms. 43 y 44, y salió con un precio de 50 céntimos. La portada estaba dedicada a Jesús Monasterio. Lo que más me ha llamado la atención de este número es que entra de lleno en materia crítica, aunque, todo hay que decirlo, el gusto por los artistas españoles prevalece. Aparece, por ejemplo, una crítica de un concierto del pianista ruso Alexander Uninsky, auténtico coloso por entonces en repertorio ruso y Chopin, y se leía allí:

“Sus interpretaciones, más intelectuales que emotivas, dan a las obras un tono de frialdad que contrarresta la perfección de su técnica. La emoción cerebral, tan general en compositores e intérpretes de nuestra época, tiene en Uninsky un significado representante”. (RITMO, número 43, 1931)

Hay que atreverse a escribir una cosa así: equivaldría más o menos a decir hoy: Maurizio Pollini es un gran técnico pero aburre hasta las piedras.

Año IV, núm. 63. Por primera vez, creo, aparece un pequeño artículo firmado por Don Fernando Rodríguez del Río. Se trata de una carta de bienvenida al Cuerpo de Directores de Bandas Civiles, pero no es eso lo resaltable, sino la manera en que firma: como “Consejero delegado de la revista musical ilustrada RITMO”. La fórmula no deja de ser curiosa; el alma de aquella publicación, y responsable de casi todo lo que se hacía allí, prefería trabajar en la sombra. No poco de este ejemplo cundió en sus herederos, don Antonio Rodríguez Moreno y Fernando Rodríguez Polo, que, años más tarde, siempre supieron delegar en firmas y personas para tratar de materias musicales de envergadura, e incluso para formar el propio staff de la publicación.     

En el número 72, cinco años ya de dale que te pego, un José Iturbi ataviado con sombrero de copa, zapatos de charol, guantes blancos y bastón de empuñadura de fantasía, ocupaba la portada. Y en páginas interiores se le trataba como a un caballero de la música, que “lo mismo dirigía a la Orquesta de Filadelfia que a la más humilde orquesta provinciana”. Pero había un artículo sobre Wagner en ese número especialmente interesante. L.-F. de Choisy había escrito un libro en 1932 sobre aspectos de Wagner novedosos para la época. Se empezaba a hablar de Wagner, el poeta, de alguna manera obviando lo obvio, es decir a Wagner el músico (una reivindicación que, décadas después, siempre estuvo en boca de Ángel- Fernando Mayo, como veremos, subdirector de la revista en uno de sus períodos más notables).

El referido artículo era una reseña crítica acerca de ese libro y lo firmaba un tal P. de Mugica. Es resaltable el desparpajo (muy al borde de lo chistoso) con que este señor hablaba de los personajes de las óperas del alemán, y al mismo tiempo de la “nobleza y bondad que solo sus íntimos disfrutaban”. Y, también, refiriéndose al “encanto que emanaba su persona”. Pero lo más jugoso del artículo eran las referencias y comentarios de Siegfried Wagner, Cosima, Bülow o el propio Liszt acerca de él. Una pequeña joyita del periodismo crítico de la época.

El número de enero de 1935 tuvo una portada de lujo: Bautista, Rodolfo Halffter, Bacarisse, Pittaluga y Remacha. La gloria de Madrid en aquellos momentos. Seguramente había habido un pique porque RITMO había sacado en anteriores números dos portadas con grupos de compositores catalanes y valencianos: Madrid estaba al acecho, y RITMO, siempre atenta a su política contemporizadora, pero con un sentido de la justicia aplastante, dada la calidad e importancia del producto, sacó en su portada al “Grupo de los cinco de Madrid”. En el artículo de interior se citaban las opiniones de Adolfo Salazar acerca de ellos, poniendo muchas cosas en su sitio. Su lectura revela la finura, el conocimiento, la vis crítica y la modernidad del gran Salazar. Y su visión agudamente política de las cosas. Otra joya.    

Año VIII, núm. 132. Julio de 1936. El último antes de la catástrofe. En portada aparecía Emilio Vega Manzano, director de la Banda de Alabarderos, que después fue Banda Republicana, y junto a Joan Lamote y Ricardo Villa autores de la transcripción para banda de la Obra de Falla. Había en su interior, como casi siempre, un largo artículo acerca del tema de portada. Pero en la propia redacción del artículo se adivinaba una constante cautela que no presagiaba nada bueno. De pronto, al principio de la página tercera, aparecía, en medio y sin motivo aparente, en negrita y con otro tipo de letra, la siguiente nota:

“En prensa este número han surgido los sangrientos acontecimientos que cubren de luto al ámbito nacional. RITMO, al proseguir su ruta artística, hace fervientes votos para que el país resuelva rápidamente su dramática situación acatando los designios de su gloriosa existencia”. (RITMO, año VIII, núm. 132, julio de 1936)

Aquello iba en serio. Y se notaba porque, por una vez, RITMO había abandonado su habitual línea suave y amigable, para dar una visión absolutamente trágica de lo que estaba ocurriendo. La revista no volvió aparecer hasta abril de 1940. A partir de ese momento, todo fue distinto para la publicación: primero, durante los años duros de la Dictadura; después, en plena revolución tecnócrata; más tarde, en el período de transición hacia la Democracia; a continuación, en plena explosión socialista; hoy, en total dialéctica con lo que la tal democracia ha destilado. Pero siempre ahí. Hasta hoy.  

(fructíferos) Años de galeras

Rogelio del Villar, director de RITMO hasta ese momento, vio cómo la revista tenía que bajar las persianas. Murió en 1937. El primer número de la nueva RITMO, dirigida por Nemesio Otaño, vio la luz en abril de 1940. Por supuesto, en portada aparecía la foto del Generalísimo. Y el primer trabajo musicológico de Otaño para apoyar tal necesaria portada fue un análisis musical del Himno Nacional. El editorial, sin embargo, debería ser objeto de un análisis pormenorizado. Evidentemente la idea central giraba alrededor de la exaltación al Caudillo. Pero al mismo tiempo estaba lleno de guiños, y diseñado bajo la difícil técnica literaria de contemporizar lo necesario pero avisando de que casi siempre lo más importante de un texto no llega a ser lo que hay escrito sino aquello que ha quedado fuera. Era un editorial político, para agradar, pero dejando claro cuáles seguían siendo los objetivos: “(…) Esta revista no es una empresa comercial ni puede serlo, dadas las condiciones en las que el arte se desenvuelve en España, y más en las presentes circunstancias, sino una obra de apostolado y de coordinación de esfuerzos y propósitos, y un índice de orientaciones encaminadas únicamente al fomento de la música en todos los órdenes dignos de ser estudiados y tratados”. Manda narices escribir una cosa así, tan exigente, tan taxativa, tan clara, tan pedagógica, tan elocuentemente crítica, cuando se estaba fusilando a la gente por sus ideas. Y por haber perdido la batalla de la guerra. O en otras palabras: el poder de resistencia de esta publicación nunca sufrió la auto-traición que supone la renuncia a la dignidad. Y a los objetivos artísticos, sobre todo a los objetivos artísticos, a los contenidos musicales. Esa doctrina fue la que implantó Don Fernando Rodríguez del Río.  

El primer año de postguerra cambió la imagen de la publicación. Sobre todo por la impronta musicológica de Otaño. Los artículos sobre Tomás Luis de Victoria proliferaron número a número, buena parte de los cuales salieron de la pluma del recién nombrado director del Conservatorio Nacional. Se hablaba poco de compositores extranjeros, pero a veces se daba alguna sorpresa, como, por ejemplo, una portada dedicada a Paganini. El arranque de la revista tras la guerra se puede calificar de brillante, y bajo una extraña consolidación en un país en ruinas. Otro milagro más.

El número de febrero de 1941 (fundido al de marzo: este tipo de fusiones, por pura necesidad de salir a la calle, se prolongaron hasta finales de los años 70, y quizá en alguna ocasión más) traía en portada a Felipe Pedrell (Tortosa, 1841. RITMO celebraba así su centenario. Más celebraciones), del que el padre Otaño escribió en el interior una semblanza propia de un conocedor del personaje de primera mano. Los siguientes años de la revista transcurren bajo una cada vez más férrea influencia musical de su director, que inunda sus páginas de artículos de fondo, con incursiones en Beethoven, Schubert, Schumann, Bach y otros grandes, y poniendo continuamente el acento en los temas relacionados con la educación musical, sin duda una de las obsesiones de Otaño. Así como la música religiosa: cuando Palestrina era un total desconocido para el mundo musical español, acudía a las páginas de la revista de manera asidua.

Un colaborador que casi trabajó número a número en los años 40 fue Eduardo López Chávarri, que nos legó numerosos artículos sobre compositores románticos. Espléndido el del número 150, sobre la figura de Franz Liszt. En el número 155 aparecen dos nuevos nombres entre los colaboradores, el discípulo de Pedrell, Higinio Anglés, que es nombrado académico de Bellas Artes, y el doctor Julio Gómez, que escribe un extenso artículo sobre un concierto celebrado en 1875 (sic.), como excusa para dictar una auténtica lección magistral acerca de lo que debe ser una crítica musical.

Ya en 1942, en el número de septiembre, Béla Bartók visita la revista, en un número en el que el director Clemens Krauss protagonizaba la portada. El artículo de Bartók se titulaba “La verdad sobre la música popular húngara”, y consistió en una cerrada (y muy política) defensa de las nuevas líneas de investigación sobre el folclore que empezaban a recorrer Europa. Bartók daba por extinta la anterior escuela, basada en la indagación sobre textos, pero sin  decantar la importancia de la propia música. Y naturalmente, también Bartók se refería a las consecuencias de ese tipo de investigación musical en la propia composición del momento. Incluida su música. Bien: todo un evidente honor para sus páginas, pero dudo que en ese momento se tuviera una conciencia justa de quién era (ya) Béla Bartók. Se hablaba poco todavía del folclore imaginario.

Durante 1943 se observa un creciente aumento de la publicidad en la revista, y aparece su primera portada en color (parcialmente). Su protagonista era Frank Marshall, que había sido homenajeado en Barcelona, en un acto en el que había tocado Alicia de Larrocha. Entrañable la foto (a cuarto de página) de una jovencísima, y muy guapa, Larrocha.

Entre marzo de 1943 y marzo de 1945 RITMO sale a la calle sin director. Son dos años de transición en los que la revista queda en manos de su fundador, que se lo piensa mucho antes de aceptar él mismo encargarse del “timón de la nave”, por utilizar un lenguaje muy propio de la época. Es una transición compleja, un tanto trabajosa, donde se echa en falta la figura de Otaño. O por mejor decir, al musicólogo, ya que se produce una apertura hacia un periodismo que en su etapa se añora, frente a su fundamentalismo musical. Además, Otaño fue nombrado Comisario General de la Música, un cargo que en ese momento tiene una gran carga política. He tratado de investigar cómo se produce su salida de RITMO (y digo bien: salida. Porque su firma también desapareció en el interior). Con poco éxito. A mi entender, la ausencia de Otaño supuso un reto. Y vistas las cosas con perspectiva, esa fue una dialéctica que marcó la vida de la revista desde el desembarco definitivo de Don Fernando Rodríguez del Río hasta su muerte, cuando recoge el testigo su hijo, Antonio Rodriguez Moreno, una transición que se prolongará incluso hasta la desaparición de este.

En todo ese tiempo, en los contenidos de RITMO siempre reinó una sana tensión entre dos ideas: caminar hacia la musicología o hacia el periodismo musical. Para Rodríguez del Río (y él era músico) tenía que prevalecer lo segundo. Y yo creo que eso es lo que le enseñó a su hijo, Don Antonio. Y de eso aprendió Fernando Rodríguez Polo. Y, si se me permite decirlo, todos los que de alguna manera hemos pasado por el staff de la publicación. Pero dejemos que RITMO siga su camino, y continuemos nuestra observación.

Rodríguez del Río, director

Sucede en marzo de 1945. En un número en el que en portada aparece Ricardo Boadella, un violonchelista discípulo de Cassadó que fue deportado por la Gestapo y más tarde trasladado al campo de concentración de Rianxo en La Coruña. Pero al finalizar la guerra civil española fue rehabilitado, reanudando su carrera de concertista. Él fue, por ejemplo, quien estrenó en España la Sonata de Richard Strauss. En el interior de la revista había una breve nota diciendo que “se trata de un virtuoso del instrumento, un violoncelista excepcional”. Sin más aportaciones biográficas. Desde el primer momento, la memoria histórica siempre funcionó así en nuestro país. Reconciliarse y reconocer las penas es callar. Aun saliendo en portada en la única revista que se ocupaba de esas cosas. Los peajes y las lealtades al régimen causaron estragos en todas partes. En RITMO, también.

Enero de 1946. Portada: Arnold Bax. No hay número de marzo. Los mismos problemas de siempre. En el número de abril aparece un sorprendente artículo, firmado por Miguel Asins-Arbós, sobre El sueño de Geroncio, de Edward Elgar. Esta es una obra que, desde su creación, ha sido llevada al disco en unas pocas ocasiones. La más reciente, la grabación del mediático Barenboim. Sigue siendo una perfecta desconocida. Pero una obra maestra. Fue analizada en RITMO en el número de abril de ese año.

En el número siguiente, con Ernesto Halffter en portada, su principal artículo era un análisis de la Sonata Wanderer de Schubert. Y en el que le siguió, otro sobre la Sinfonía en Do de Stravinsky. Y en los dos siguientes, sendos artículos sobre Falla. Siempre en amable convivencia con otros trabajos más prosaicos, y más referidos a los nuevos logros de la autoridad competente. Por ejemplo, en el número de abril  de 1950 aparecía en portada Victoria de los Ángeles; el artículo más extenso en el interior era una entrevista al director de la banda La Unión Musical, de Almansa. Un año más tarde, Henri Collet sorprendía con una entrevista a Olivier Messiaen en un número en el que eran portada Ataúlfo Argenta y Ana María Iriarte. Dicho así, estupendo. Sin embargo, toda la información al respecto en el interior se limitaba a dos preguntas al santanderino acerca de la Orquesta Nacional, mientras que la entrevista al francés ocupara tres cuartos de página con un pie de página de publicidad dedicada a los pianos Hazen. El resto de la revista, irrelevante.

Esta línea editorial se prolongó durante mucho tiempo. Daba un poco la impresión de que no hubiera de qué hablar. En 1954, la revista celebró sus bodas de plata convocando un concurso de Composición. Y el año 55 acabó con un interesante y bastante completo número en el que Enrique Franco publicó un documentado y exhaustivo artículo sobre Sibelius. Argenta volvió a la portada en los siguientes años, pero la mayor parte de ellas estuvieron permanentemente ocupadas por personajes de segunda, militares varios, coros y corales diversos, agrupaciones locales, directores de conjuntos de valor puramente localista, etc. Todo ello, no será la última vez que lo recuerde, reflejo directo de la pobre y muy provinciana vida musical del país. Un suma y sigue con destellos puntuales que recorrieron los problemáticos años 50. Hasta entonces, y dadas las circunstancias, todo había ido muy bien. Demasiado bien para la que seguía cayendo.

Una década perdida

Si los 50 fueron para el país una década a olvidar, la de los 60 ahondaron en el problema, aun estando tan bien maquillada por el poder. Para RITMO, que no sabía bien de dónde debía sacar los maquillajes, resultó una auténtica travesía del desierto. El país muestra un tono gris; no se sabe muy bien si, situados en la escalera de un progreso que llama a sus puertas, se está subiendo o bajando los escalones. Políticamente es un país muerto, en el que lo único que cuenta es glorificar al régimen. La dictadura está muy afianzada, la gente comienza a perder la memoria, a olvidarse de dónde se viene. Se come mejor. Se piensa peor. Y, otra vez RITMO vuelve a ser un reflejo de las cosas que pasan y de cómo pasan; sus números son grises, hablan de todo un poco, pero de alguna manera la música ha desaparecido y el periodismo está maniatado. Un repaso sistemático a las portadas nos deja exhaustos de tanto abrazo, besamanos y conmemoraciones colectivas. El régimen mostraba lo conseguido. Pero, ¿había  alguna esperanza para la música? Entre tanta exhibición de poder y muestrarios políticos, de vez en cuando surgían los viejos temas: la enseñanza, la ópera…

En el número 330 se editorializó sobre el asunto. Apareció allí un nuevo e importante personaje, los Amigos de la Ópera, y se recordaba (a modo de premonición de la reapertura del Teatro Real como teatro de ópera) que La vida breve nunca había llegado al coliseo de la plaza de Oriente. Y hubo algunos políticos que salieron mucho, con razón. Uno de ellos fue Manuel Fraga. Claro es que este señor fue el que se empeñó en que la OSRTVE fuera una realidad. Lo consiguió. Y eso no tenía que ver con levantar paradores y caóticas urbanizaciones en el Levante español; eso sí era expandir la cultura musical desde abajo: sin duda, la creación de esa orquesta y el dejar hacer a un maestro como Igor Markevitch fue de lo mejor que le pasó a la música en toda la década. Pero sin olvidarse del Caudillo: ¿imaginan quién salió en la portada del número 360 dándole la mano a Frühbeck de Burgos felicitándole por la celebración de las bodas de plata de la ONE? Estábamos ya en 1966. Pero la parte molesta de RITMO seguía erre que erre. En enero de 1967, la revista salía con el siguiente editorial: “¿Ha fracasado la educación musical?”. El tema eterno.

Impresionante la portada de noviembre del 68. Una Anja Silja, pletórica, luciendo una falda (mini) entallada que marcaba su legendaria figura, recogía un premio del Teatro del Liceu, rodeada por una serie de señores con smoking mirando (todos ellos) en la misma dirección. El texto de portada rezaba: “Un Wagner con garantías”. El número de diciembre de 1969, con una lánguida Josefina Cubeiro en portada, costaba ¡50! pesetas (era un especial). En el interior, unas páginas de publicidad de discos. Un magnífico chiste de Mingote, artículos de José Subirá, Jesús Villa-Rojo, Antonio Fernández-Cid y una nota de agradecimiento a Don Manuel Villar Palasí, ministro de Educación, por el patrocinio del número. Era ya el 40 cumpleaños de la revista. 

Durante ese período la confección de los números se seguía realizando de manera muy artesanal. Ni que decir tiene que las páginas se componían letra a letra en el domicilio de Don Fernando, bajo la atenta mirada de su hijo, Antonio, que apuntaba maneras. Su casa era el domicilio social de la revista. Pero lo relevante es que se apreciaba un cierto cansancio, debido a una superinflación de lo institucional en sus páginas. Los contenidos habían cambiado radicalmente. Estos eran planificados atendiendo a tres premisas: una, artículos de fondo (no muchos, y cada vez menos); dos, mundo del incipiente negocio musical (Don Fernando era representante de artistas españoles de primerísima línea); tres, críticas musicales de los conciertos (de lo que había), y cuatro, descripciones varias de los logros musicales de las instituciones oficiales (los más). Para los resentidos con todo aquello, que todavía son demasiados (porque, primero, desde luego sigue sin hacerse una lectura correcta de nuestra memoria histórica, y, segundo, algunos nunca podrán entender cómo había que montárselo para, a la primera de cambio, no recibir en casa la visita del censor o, en el mejor de los casos, consejos de obligado cumplimiento); para esos, digo, que todavía no han aprendido nada de su propia historia, la revista RITMO en ese momento no era más que otro brazo de la propaganda franquista. Seguramente en algún sentido lo fue, pero a un servidor esta lectura le parece una mala lectura; no se conforma con ella. Porque solo atiende a lo que tendría que haber sido pero no fue, porque sucedieron otras cosas: un enfrentamiento armado que no se transformó en solución sino en consecuencia nefasta. No hay nada que revisar; es una pérdida de tiempo especular sobre las razones del Alzamiento. Pero sí fueron claras las consecuencias: Franco no arregló nada, porque de haberlo hecho no se habría convertido en el usurpador oficial de la vida española. La cultural, en primer lugar. El crítico, y no digamos el historiador, debe de ver las cosas con cuidada perspectiva; sin construir discursos “oficiales”. La mía es: si un investigador se encerrara a leer los números de RITMO de la postguerra, seguramente aprendería más cosas acerca de la España de los años 50 y 60 que si se rodeara de periódicos de la época para su estudio.

A pesar de los pesares, en RITMO la sutileza política abundaba, y más que en los periódicos, no precisamente sutiles. Es lo que tiene la música y los músicos; que tras la abstracción de su trabajo, sus subtextos revelan más que determinadas lecturas directas. En todo caso, los materiales que se pueden extraer de esta revista en esa década son ingentes. Imposible, desde este pequeño artículo, no hacer otra cosa que invitar a que otros lo hagan con paciencia y tiempo. Pero cada número es una caja de sorpresas, de una carga socio-histórica y una fuerza gráfica admirables. Y de un contenido político que, aun oculto o disimulado, define a la perfección lo lentamente que avanzó este país durante ese tiempo. Auténtica materia de estudio.

Comienzan los 70

Don Fernando estuvo al pie del cañón hasta 1976, año en que falleció. Pero en sus últimos años de director de la revista realizó severos cambios en su funcionamiento. Y lo hizo utilizando sus mejores artes: delegando, fijándose en otras gentes, ampliando el staff. Porque se daba cuenta de que el terrible inmovilismo a que el régimen había sometido al país se relajaba a marchas forzadas. Los militares, poco a poco, salían de los puestos de responsabilidad y llegaban jóvenes tecnócratas que aconsejaban a Franco caminos distintos, aun en el más absoluto respeto a las leyes del Movimiento. Aunque todavía no había llegado el momento de hablar de esas cosas. Así que en RITMO también se produjo algún que otro “plan de desarrollo”. A finales de 1969, en el número 398 aparecía en mancheta un nuevo nombre: Antonio Rodríguez Moreno, redactor-jefe. Al que pronto se añadirían otros. Por ejemplo, el de José Luis Pérez de Arteaga, en el 443, que aparecía en el apartado de “Redacción” y que solo cinco números después se convertiría en “Coordinador”. Otro nombre nuevo fue el de Pedro Machado de Castro, en un nuevo y esperanzador apartado: “Crítica discográfica”. Lo que coincidió con la publicación de los primeros Premios RITMO de crítica de discos. Fue en 1971, y la redacción tuvo a bien premiar el Pelleas und Melisande de Schoenberg, de EMI, dirigido por Barbirolli. O sea, la mejor versión que se ha hecho nunca en disco de esta obra.

En el número de julio de 1973 salió Otto Klemperer en portada. Pero nada se decía en el interior sobre él. ¿Acaso no fue esta una de las primeras portadas contratadas por la revista para promocionar discos? La foto era parte de la que aparecía en el álbum de los Conciertos para piano de Beethoven, que el alemán había grabado con un joven pianista judío, que el propio Klemperer había elegido para la grabación. Un tal Daniel Barenboim. Sin embargo, en ese número, ¡y desde el propio editorial!, se polemizaba con Enrique Franco, porque este había defendido la recuperación del Teatro Real como sala de ópera, y RITMO no consideraba que aquello fuera una buena idea.  

Un año más tarde, en junio de 1974, el número 442 salía sin mancheta (40 pesetas ya. Con portada para Montserrat Caballé, tristemente fallecida hace escasas semanas, a la que RITMO dedica su recuerdo en este mismo número. Y una larga entrevista a Ramón Barce).  Algo se cocía. Como siempre, cada vez que en RITMO sucedía una cosa así era porque algo se estaba cociendo. Tardó algo: en el número de enero del 75, la mancheta era: Don Fernando Rodríguez del Río, director; Don Antonio Rodríguez Moreno, subdirector; Don Fernando Rodríguez Polo, redactor jefe. O sea, por primera vez hubo una clara declaración de principios acerca de una idea que había flotado en la revista desde el primer momento: su definición como empresa familiar. Hasta agosto de 1976, cuando se anunció que Don Fernando había fallecido. Comenzaba una nueva época para la revista. Pero había habido ya cambios: Manuel Chapa Brunet empezó a compartir cargo con Fernando Rodríguez Polo. José Luis García del Busto se encargó de la sección de Estudios (desde mayo de 1975. En diciembre de 1976 coordinó la realización de un espléndido número dedicado a Falla). Y la sección de discos crecía como la espuma. Pérez de Arteaga (que en el 74 salió, jovencísimo, al fondo de la foto de portada en la que en primer plano aparecía Georg Solti) se convertía en encargado de la sección de Crítica de la revista.

A la muerte del dictador

¿Qué le sucedería a RITMO cuando se diera la vuelta a la tortilla? Pues lo mismo que al país entero: entrar en la modernidad. A trancas y barrancas, y por la única puerta posible. Franco había dejado el país a punto de caramelo. Con una ley de Sucesión aceptada por sus acólitos sin rechistar, y habiendo escogido para hacer el camino al Borbón más adecuado, mostró su legado: una tierra donde construir. Y nuestros políticos, o al menos nuestros políticos de entonces, lo entendieron perfectamente. Tan bien, que aceptaron obviar las cuestiones ideológicas (es decir, chantajear a los vencedores consiguiendo que se callaran los vencidos) para hacer un país nuevo. Reformando el viejo, o por mejor decir, sobre el armazón del viejo.

Fue exactamente lo que sucedió con RITMO al llegar la Democracia a nuestro país: pelillos a la mar. La vieja teoría (el apostolado musical) de Don Fernando mutó. En manos de Don Antonio Rodríguez Moreno, todo cambió. Pero como todo cambio que se precie, se produjo aprendiendo de la tradición, del pasado. Don Antonio heredó de su padre un pragmatismo que dio a la revista un empujón impresionante. Aprendió de su padre que hay que rodearse de los mejores. Y es lo que hizo. Pero espoleado por su hijo, el segundo Fernando de la familia, aceptó un claro progreso en las teorías del abuelo: apostolado, sí, pero dentro de un orden: RITMO se tenía que convertir en una empresa, y rentable. La cultura se vende, no se hace para que cuatro privilegiados se apropien de ella. En otras palabras, desde una redacción de auténticos espadachines había que caminar hacia una profesionalización real del medio. El staff tenía que ser ampliamente aumentado. Y había que fijarse en los jóvenes aficionados y críticos de la nueva España.

De esa guisa, en enero de 1977, la edición que en sus “Mejores Clásicos” premió al Don Quijote de Strauss por Karajan, la integral de Bruckner por Haitink y el Fidelio de Klemperer, entre otros, en la mancheta se podía leer un nuevo nombre. Entraba como subdirector de la revista Ángel-Fernando Mayo Antoñanzas, al que Don Antonio pidió que formara el equipo musical que requería el nuevo tiempo. Así lo hizo Ángel, un hombre que entendió muy bien la labor para la que se le estaba requiriendo. Se trataba de que la revista se pusiera a funcionar en cuatro frentes indispensables: una cobertura lo más exhaustiva posible de la música en vivo que comenzaba a invadir el país (junto a la de los países de nuestro entorno), así como de su vida institucional en lo musical; una profundización no menos integral en el mundo discográfico, que empezaba a crecer exponencialmente; una atención vigilante a las decisiones de las nuevas autoridades, que comenzaban a realizar prometedoras declaraciones de intenciones, y, por último, la parte más fina: recuperar la filosofía fundacional de Don Fernando, es decir, salvando las distancias, volver al concepto que en buena parte caracterizó a la publicación en los tiempos de Del Villar y Otaño: una revista donde se hablara mucho de música y músicos.

Ángel permaneció en la revista hasta marzo de 1981. Fueron cuatro años y tres meses de fructífero trabajo, en los que se cumplieron los mencionados objetivos con creces, pero particularmente el último de ellos. Fueron 47 números en los que se desplegó una enorme fuerza creativa. Hubo monográficos dedicados al Fonógrafo (número 477), o a Schubert (número 487). En el número 570 Ángel Carrascosa y José Luis Pérez de Arteaga entrevistaron a Barenboim (José Luis ya había entrevistado ¡a Karajan! años antes; y a Solti, y a Brendel, y a Böhm, y a Karl Richter, y a Giulini…), y la crítica discográfica iba creciendo ampliamente y en diferentes formatos. Carrascosa se inventó sus famosas “Discotecas Básicas”, que tras una década murieron de éxito: al final se hacían a ciegas (sin conocer de antemano a los intérpretes), y eso causó muchos problemas, porque desenmascaraba a ciertos señores, muy famosos pero con poca consistencia musical e intelectual. Claro que también a más de un crítico, por opinar a la ligera o, sencillamente, demostrar que de crítico tenía poco.

Otra sección que creció mucho fue la de crítica internacional. Los lectores supieron por vía directa de acontecimientos tales como el estreno de la versión completa de Lulu, de Berg, o de la primera Carmen de la Berganza, por citar algún ejemplo. Y proliferaron los estudios musicales sobre asuntos de primera línea. A recordar los artículos sobre Bayreuth de Ángel Mayo, o los estudios sobre las Sinfonías de Shostakovich de Pérez de Arteaga. Firmas como las de Arturo Reverter (memorable su sección “De Madrid al cielo”), Fernando Peregrín, Gonzalo Alonso, José Carlos Ruiz Silva, Enrique Pérez Adrián, Santiago Martín Bermúdez, Domingo del Campo, Gerardo Queipo de Llano o Roberto Andrade aportaron un gran empaque a la revista. En fin, el número del 50 aniversario, un modelo de revista, salió con 157 páginas. 350 pesetas había que pagar por él.      

Pero, una vez más, las cosas volvieron a cambiar. Estos cambios en una publicación tan longeva siempre fueron aceptados con sorprendente naturalidad. Algún día, no obstante, alguien debería estudiarlos en profundidad. Pero retomando el hilo, ¿por qué y para qué un nuevo cambio?

Las razones fueron fundamentalmente comerciales. Durante la etapa de Ángel Mayo, Fernando Rodríguez Polo se convirtió en director comercial de la publicación. Y, muy legítimamente, desarrolló una política de expansión de la misma, de alguna manera como consecuencia de las expectativas que esta había creado en su nueva y ambiciosa línea editorial. Pero los resultados económicos no acompañaron al proyecto, que se apoyó comercialmente en su salida a la venta en quioscos y en agresivas campañas para la suscripción. La realidad fue otra: RITMO, a pesar de sus altísimas prestaciones, seguía siendo una revista hecha por aficionados. Y el mejor de todos ellos, su subdirector, que las recibió por todos costados, tiró la toalla. El asunto era peliagudo. Se había conseguido una gran revista, pero que dependía de la buena voluntad de sus redactores y mandatarios. A la empresa familiar que representaba la propiedad no le llegaba para, en aquellas condiciones, funcionar profesionalmente. Y por eso esa etapa murió de éxito. Bueno, por eso y por una triste constatación: a un niño inapetente no se le puede hacer comer aumentándole la ración, es decir, ya se podía poner en la calle el mejor de los productos. La gente seguía sin leer.  

Por todo ello, y muy involucrado en el asunto el director comercial, se ensayó otra línea de actuación. Para el número de abril de 1981 la revista contaba con una nueva redactora-jefe, Amelia Die, periodista de profesión, amante empedernida de la música clásica, pero no una experta. Como subdirector se contrató al recientemente desaparecido Javier Alfaya, pero para una labor más de coordinación que otra cosa, porque la confección de los números iba a quedar en manos de Amelia. A estos cambios, ya de por sí bastante sustanciales, se añadieron dos más, uno de orden mecánico y otro de mayor calado intelectual. El primero, la parte técnica de la realización de la revista (lo que en aquellos tiempos de prehistoria en la impresión se llamaban fotolitos) pasó a hacerse en el mismo lugar donde estaba la redacción, en los locales de la calle Virgen de Aránzazu. Fiasco total: un error de cálculo mayúsculo. Y el segundo, desde la redacción se intentó una nueva línea comercial, basada sobre todo en acuerdos con las nuevas Autonomías y demás instituciones, para mostrar al país lo que estaba sucediendo en el terreno de la música en la todavía naciente Democracia. Surgían orquestas, salas; o se reformaban las que ya había; la vida musical se multiplicaba, y todo aquello sugería que había que adoptar una línea más comercial. Pero menos musical. Las cuentas de la empresa comenzaban a salir. Pero en la revista cada vez aparecían más políticos y menos músicos. Lo conocimos todo acerca de lo que sucedía en todos los estamentos del país, pero los lectores empezaban a no encontrar en su revista a Beethoven. Fue, en fin, un periodo que salvó muchas cosas. Pero un período que recordó al de los años 60, aun sin su grisura. Mucha institución, pero menos música.

Y las casas de discos apretaban. Querían verse más presentes. A los pocos meses de dar ese paso en la profesionalización de la revista, en noviembre de 1981 entró como subdirector Ramón Barce, el gran compositor y estudioso de la música. Fue un cambio que no afectó a la línea editorial a medio plazo, pero como Barce estuvo en ese puesto hasta julio de 1993, tuvo tiempo para, desde su confortable puesto de sabio consejero, conocer el nuevo cambio, ya el penúltimo gran cambio de la revista hasta el momento. Amelia Die dejó su puesto en abril de 1986, y a finales de ese año, Ana Vega Toscano, Manuel Chapa Brunet y Ángel Carrascosa ejercieron como adjuntos a la Dirección. El impulso dado por Barce no había sido suficiente. El mundo discográfico seguía ganando peso y el compositor no era un hombre al que le interesara ese asunto. Pero tampoco la revista se comprometió de lleno con la creación vanguardista, que hubiera sido lo lógico con Barce a la cabeza. Este desarrolló, sin embargo, una gran sección, que ha evolucionado mucho desde entonces hasta hoy: nació como “Músicos del siglo XX”. Y estableció para la página editorial un estilo inconfundible, y de excelente altura técnica.

Pero la revista avanzaba en medio de un cierto vació en la Redacción, aunque aparentemente no se notara. Cosas peores se habían visto en los últimos cincuenta años. En fin, las cosas se podrían haber torcido más, porque en ese momento la revista sufría un importante agotamiento funcional, y además, desde 1985, ya no estaba sola en el mercado; tenía que competir con otra publicación, la recién nacida Scherzo, con todo lo que eso significaba: no solo competir en calidades sino en reparto de la tarta publicitaria.

De la década de los 80, no obstante, quedaron buenos números. Por ejemplo, el de diciembre del 82 fue un magnífico monográfico dedicado a Stravinsky, y el número 533 fue un monográfico de Wagner. Es necesario recordar históricos artículos, como el dedicado a El arte de la fuga, de Bach, por Luis Gago, o los que yo mismo escribí sobre Tristán e Isolda y las Sonatas para piano de Beethoven, o los dedicados a Webern (por Félix Palomero y Eduardo Pérez Maseda) en el número de junio de 1984. En el de marzo del 85, Gerardo Leyser realizó una soberbia entrevista a Wolfgang Wagner, en un número (553, 425 pesetas) en el que también se entrevistaba a Pina Carmirelli, una mujer encantadora, de desbordante talento. Y en fin, los finales de los 80 fueron la mejor época para la cobertura de la Danza en RITMO, con la figura del inolvidable Paco Hernández al frente. Es decir, RITMO se profesionalizó definitivamente en los años 80. Y eso estuvo bien, muy bien, pero tuvo que pagar un precio: menos artículos de fondo sobre temas estrictamente musicales, y más sobre la vida musical del país.

Con todo el sentido del mundo, desfilaron por sus páginas todos los nuevos proyectos musicales de las comunidades autónomas, en una especie de carrera con efecto llamada: si salía Asturias, llamaba Madrid; si Valencia, la comunidad andaluza, etc. También tuvieron una especial cobertura las nuevas fundaciones privadas, los concursos, los festivales, los premios, las universidades, la SGAE; y también encontraron su rincón los estudiosos que trabajaban en iglesias y catedrales en oscuros y larguísimos trabajos de investigación que luego se plasmaban en farragosos y largos artículos en la revista. Muy bien; mucha sociología de la música, pero poco periodismo musical. Los lectores descendían.

La penúltima reforma

Nos acercamos al RITMO de hoy. Por razones obvias, permítaseme que el texto corra a más velocidad aquí: son tiempos muy recientes, y me encuentro en medio del meollo. Eran los primeros números del año 1987, las portadas tenían que ser más vistosas, los temas, menos globales y políticos, más de andar por casa… musical. Por razones puramente circunstanciales, quien esto escribe fue contratado para el puesto de Redactor-jefe, para, por supuesto, seguir la misma línea editorial de los años anteriores. Con leves reformas. Quizá las, en principio, debidas a mi propio carácter, acerca del cual el director comercial tenía noticias de primera mano a través de nuestro amigo común, Ángel Carrascosa. Tuve, además, el apoyo en la redacción de la periodista Elena Trujillo, que en más de una ocasión me sacó las castañas del fuego. Se trataba de hacer un trabajo puramente ejecutivo, a cuya cabeza seguía estando Don Antonio Rodríguez Moreno, que como siempre seguía desarrollando una sorprendente actividad. Es cierto que muchos seguidores de la revista vieron en aquel nombramiento determinadas intenciones. En diferentes sentidos. ¿Una revista más discográfica? Hasta ese momento yo solo había sido en la publicación un señor al que le gustaban mucho los discos, y que escribía allí críticas de discos, y absolutamente nada más. Así que mi nula experiencia para un cargo de ese peso con toda probabilidad se convertiría en una especie de puntilla para una Redacción que no atravesaba su mejor momento.

Escuché sonoros cantos de sirena en todas las direcciones. Sin embargo, la revista comenzó a funcionar (funcionar: de funcionalidad; en absoluto me refiero a calidades. Eso lo tendrían que valorar otros), pero, sinceramente, no recuerdo haber hecho revolución alguna o inventar nada especial. Con organizar un poco lo que carecía de orden por el peso de los años fue más que suficiente para que todos nos sintiésemos de nuevo felices con nuestra revista del alma. Trabajé todo lo que pude, evitando siempre protagonismo alguno (rara vez salía de la Redacción), y siempre respaldado por mis directores sucesivos, Don Antonio y, más tarde, mi (ya) buen amigo Fernando. No quiero, sin embargo, dejar de recordar una sección, “Voces”, como un buen logro musical de aquella época. La gestamos Gonzalo Badenes y yo tras larguísimas conversaciones telefónicas de las que guardo un imborrable recuerdo, pues su sabiduría musical y capacidad crítica no tenía límites. Y también quiero constatar lo mucho que aprendí tras la reapertura del Teatro Real, cuya cobertura me llevó a diversos trabajos y editoriales que me formaron como crítico y ennoblecieron como persona. Durante el tiempo que estuve en mi despacho de RITMO me sucedió de todo.

Por ejemplo, trabajar codo con codo con la persona a la que la empresa contrató para elaborar el número del 60 aniversario. Una tal Teresa Montoro, hoy en la plantilla de RNE, y por aquel entonces joven periodista en busca de un camino propio. Me sucedió de todo, digo; por ejemplo, encontrar en ella a una esposa y madre de un chaval que, hoy un veinteañero independiente que vive en Australia, fue educado para conseguir ser libre. En fin, renuncio a realizar el análisis de los casi últimos 30 años de la revista, porque en 25 de los cuales tuve demasiadas responsabilidades. Pero, tras esos años de pura felicidad, he de decir que si la experiencia fue adelante como es debido no fue por méritos propios sino por unas circunstancias que han de ser valoradas en su justa medida: fue el período de gloria del mundo discográfico y de todo lo que giraba a su alrededor. A saber: los artistas (todos, los cracks, los buenos, los menos buenos y los abiertamente malos); la música enlatada, o sea, lo mejor que le ha pasado a la difusión musical en toda su historia; y la funcionalidad de la publicidad, gracias  a la cual no solo no tuve que irme a mi casa antes de tiempo, sino que me proporcionó el mínimo premio que merece un trabajo de esa responsabilidad. Dígase de paso, no como hoy, con una profesión periodística que está por los suelos.

Todas esas cosas, bien tratadas, bien dichas y correctamente escritas, bien organizadas, bien gestionadas, y planteadas con el respeto y rigor que merecían, fueron las que dieron lugar a los espléndidos resultados artísticos y económicos  que caracterizaron buena parte de ese período. Para mí supuso un honor haber podido trabajar en RITMO en una época tan brillante para el negocio musical, como también la mayor de las tristezas, en mis últimos años al servicio de la revista, el tener que haber vivido la última crisis del mercado musical con un oscuro mutis por el foro. Afortunadamente, el actual staff parece haber entendido bien esa crisis y ha sabido tomar las medidas adecuadas para salvar la situación. De manera que: larga vida a RITMO.