Música clásica desde 1929

Discos recomendados de Ritmo

En esta sección encontrará los 10 discos que la revista RITMO recomienda cada mes, clasificados por meses y por su orden de recomendación del 1 al 10. Se archivan los recomendados desde junio 2011, para ver anteriores ir a "Ritmo Histórico".
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Ritmo MAYO 2014 - Núm. 874

WAGNER: Parsifal

Kaufmann, Pape, Dalayman. Orquesta y Coro del Metropolitan / Daniele Gatti. Escena: François Girard.
Sony, 88883725589 (2 DVDs)



La crítica

Parsifal en la tierra baldía

Para honrar el bicentenario, el lujoso carrito de helados del MET añadió el año pasado un nuevo Parsifal a sus estanterías. Saltaba la curiosidad al comprobar como la prensa neoyorquina untaba pomada sobre sus salpullidos, no muy convencidos con la propuesta del cineasta canadiense François Girard (autor de ese ensoñador túnel del tiempo que fue El violín rojo y del enmarañado puzzle 32 cortos sobre Glenn Gould). Algunos, como el crítico del New York Times, añoraba en su crónica el espíritu del ultra conservador Otto Schenck, cuya vetusta y acartonada escena reinó en el coso desde su estreno en 1991. Había que estar atentos, pues se presentía que algo trascendental podía salir al fin del Lincoln Center. Y así resultó, pues este Parsifal es el más ricamente evolutivo y acertado acercamiento a la Obra Escénica para la Consagración de un Festival (Luis Gago dixit), desde los Caballeros Jedi berlineses de Harry Kupfer, ascendiendo un nuevo escalón en el ir más allá del trasfondo (sin perder nunca la brújula). Nada que ver con la excesiva y tumultuosa alzada bajo narrativa cinematográfica por Herhein en Bayreuth o la reciente orada en Salzburgo por Michael Schulz con Thielemann en el podio, de infantiles engarces argumentales (sonrojante Ecce Homo incluido). Aquí el trabajo escénico no roba protagonismo a la música, simplemente ansía ensamblarse indisolublemente.

El mural

La mirada cósmica de Girard, que respeta el elemento litúrgico, está regida por el pesimismo y la pesadumbre. Se nota su formación fílmica, sobre todo en la sutil imaginería y en la forma de encuadrar y mover a los personajes (a veces convertidos en sombras chinescas). Visualmente es sombría y mortecina, sin atisbo de color (salvo para marcar la hemoglobina), trasladándonos a la realidad abstracta de un mundo desolado y yermo, metáfora del fracaso y la desesperanza del ser humano de hoy. Un viaje homérico e interiorizado, con resuello a éxodo. En el hipnótico arranque consigue anclar nuestra mirada gracias a su poética belleza plástica (magnífico el tenebroso trabajo de iluminación). En el Vorspiel contemplamos como los caballeros escuchan la llamada del Grial, despojándose de sus contemporáneas posesiones materiales (salvo esa camisa blanca, símbolo de la pureza a la que aspiran). Fuera corbatas, chaquetas, zapatos y relojes, como si nos farfullaran desde el inicio que el tiempo empieza ya a mudarse en espacio físico. Otros lo podrán leer como una colleja social, al ver como estos hastiados ejecutivos con Rolex se “tiran al monte”, algo que muchos añoramos extenuados por el encarnizado sistema financiero-capitalista que nos aplasta diariamente.

La herida de Amfortas domina siempre la asceta escena. Una yaga que no es de un solo ser sino de todo el universo, afectando de lleno a esa tierra baldía que habitamos (“te mostraré el miedo en un puñado de polvo” que diría Eliot). De ahí que tras la ruptura surjan dos niveles. El superior con los sectarios del Grial (donde la mujer es apartada del poder como sucede en el Catolicismo). Y el subterráneo y sanguinolento reino de Klingsor, dominado por otra grieta transfigurada en torno de entrada. El II acto es de lo más deslumbrante visto en décadas wagnerianas (fabulosa la coreografía de Carolyn Choa). Teatro fértil y de una arrolladora fisicidad. Dramaturgia en un estado diamantino de pureza, que aspira a rememorar planteamientos escénicos del gran librepensador Robert Carsen (escalofriantes las fantasmales muchachas flor sobre barras de showgirls, que tanto recuerdan a los espectros virginales que pueblan las cintas de terror niponas). Girard proyecta unos cicloramas que parecen extraídos de la pintura romántica, repletos de neblinas y humeantes cielos (Turner sobre todo). Dominan bajo las bambalinas los elementos primarios. La tierra, el agua y el fuego se mezclan infatigablemente con la sangre, que no ceja de manar, poniendo imágenes a nuestros impulsos y debilidades, miedos y tentaciones, al sufrimiento existencial que corroe el planeta. En la dimensionada catarsis final lo femenino (el grial) y lo masculino (el falo lanza) consiguen comulgar en unión (en un simbólico coito) produciéndose así la ansiada redención que pone en marcha (le pesara a Nietzsche) el engranaje del “eterno retorno”.

Los muralistas

Se nota a leguas que Gatti ama y siente muy dentro de sí esta partitura. Pero por desgracia esa pasión interna no acaba de exteriorizarse en el oído. Su remansada y contemplativa dirección (donde las notas parecen estiradas como chicle) es sin duda de altos vuelos (prefiere sugerir antes que mostrar), pero nunca llega a hechizar o embriagar, careciendo de agilidad, fluidez, trasfondo trascendental y de “ese no sé qué” que solo un puñado de sabios ha podido insuflar. Lectura lánguida de exhalación religiosa premeditadamente estancada (interminables silencios). El milanés dota de volumen y masa corpórea a los pasajes sinfónicos de alto voltaje, pero sin conseguir traspasar en su globalidad el altísimo portón hacia la otra dimensión sensorial. Ese espacio inquietante y mágico que Tarkovski llamó “la zona” (Stalker).

El casting resultará imposible de reunir a muchos Teatros (solo se echa en falta la Meier). Reluce como el oro el núbil Parsifal de Kaufmann (viril lava en “Amfortas! die wunde!”). Con unas hechuras a lo Odiseo en el último Acto, sabe evolucionar el personaje motor, con esa rotunda mezcla de dócil corderito en el arranque y belicoso macho cabrío en la conclusión. Refinada musicalidad (sobre todo en un agudo henchido de metal) aferrada a su técnica privilegiada que consigue tapar algunos baches canoros de menor lustre. Magistral lección la de Pape como mayestático Gurnemanz, dotándolo de un porte peñascoso y una dicción cristalina (él narra, no salmodia). Una divina autoridad en la materia (solo Salminen puede hacerle hoy sombra). Irreprochable el Amfortas de Peter Mattei, pese a su condición de barítono ligero. La falta de graves lo suple con una ternura y expresividad dramática a prueba de mármoles. Profesional pero insubstancial la Kundry de Dalayman (con muchos problemas en los diabólicos agudos del segundo Acto). Le falta electricidad, fiereza, misterio y descaro sexual, aunque Girard le entreabre una inquietante puerta como posible progenitora (en alguna de sus reencarnaciones) del “necio puro”. Nikitin es un rudo y brutote Klingsor (suena más a Alberich que al castrado mago), aquí travestido en proxeneta de burdel de carretera. En definitiva, un Parsifal para cotizar en bolsa (de asequible precio) que no envejecerá fácilmente, pues no está fundamentado en el artificio, la cacharrería ni en trucajes o artilugios de laboratorio. Solo florecen sugerencias de pensamiento que anhelan ser testigo de estos difíciles tiempos. Estamos ante verdadero, reflexivo e inteligente Teatro musical. La vieja aspiración wagneriana de parir la Gesamtkunstwerk.

Javier Extremera

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