Música clásica desde 1929

Discos recomendados de Ritmo

En esta sección encontrará los 10 discos que la revista RITMO recomienda cada mes, clasificados por meses y por su orden de recomendación del 1 al 10. Se archivan los recomendados desde junio 2011, para ver anteriores ir a "Ritmo Histórico".
Haciendo "clic" en el título de cada disco o sobre la foto, accederá a su ficha y a la crítica publicada en Ritmo y, cuando es posible, a las diferentes tiendas donde podrá adquirir el disco físico, o a las plataformas digitales desde donde podrá escucharlo en "streaming" o descargarlo online.

Ritmo ABRIL 2014 - Núm. 873

UNA TEMPORADA DE ÓPERA

Un filme de Richard Copans.
Mare Films 04 (DVD)



La crítica

MORTIER: SUEÑOS DE UN SEDUCTOR

“La vida y los sueños son páginas de un mismo libro; leerlo en orden es vivir; ojearlo es soñar” (Schopenhauer)

Muchos habrán suspirado al fin aliviados de tan pesada carga. El pasado 9 de marzo el cáncer tachaba de su lista a Gerard Mortier y conociendo a este hijo de panadero que llegó a Barón, allá donde esté, seguro que continua con su eterno combate en pos de librar de ataduras al gran Arte, ese que mimó y veneró durante todos sus años en la palestra y que lo convirtió en el último gran visionario del universo operístico. Para este caballero de causas perdidas, dirigir un Coso era ante todo un acto de amor. Amor y pasión por la obra, la música, los artistas, la dramaturgia, por el hecho en sí de crear, siendo incluso capaz de ofrecer la vida por sus “ideas”, o como él mismo corregía, sus “convicciones”, lo que provocó que tuviera tantos amigos como enemigos. Con él (quizá gracias a su educación con los Jesuitas) la Ópera nunca será un artículo al alcance solo de las clases pudientes. Con Mortier siempre había que olvidar ideas preconcebidas. “Aquí no se viene a hacer la digestión” solía proclamar, obsesionado por empujar al Teatro musical hacia otra dimensión humana y social, casi espiritual.

Nacido en la nublada Gante en 1943, en su curriculum chispean cinco volcanes testigos de esa grafía revolucionaria, vanguardista y renovadora que acompañarían sus programaciones. La Monnaie de Bruselas (ciudad que lo situó en escena y que lo vio expirar), Salzburgo (limpiando legañas a su anquilosado repertorio cuando sucedió en el trono a Karajan, lo que le costó que incluso sus retractores publicaran una esquela en prensa el día de su despedida), la Trienal del Ruhr (donde fusionó osadamente la Música con otras Artes), la Ópera Nacional de París (ubicando la Bastille como epicentro de modernidad) y finalmente nuestro Teatro Real (que ha dejado un sabor a incomprensión y una impotente sensación de no haber estado a su altura). Él se fue como suelen irse siempre los grandes luchadores, es decir, recibiendo hostias hasta el último día. El escándalo y la falacia durmieron en su cama, superándolas a diario consciente de que un abucheo o un comentario despectivo proporcionaban una gratuita repercusión mediática, aferrándose a que una mala crítica podía hacer más por la música que mil crónicas repletas de elogios. El riesgo, la aventura, la elegante seducción, el portazo continuo a las imposiciones comerciales y a la clase política, el reto, el liderazgo y la provocación, el zarandeo de conciencias, la cultivada intelectualidad, la constante evolución y el paladar exquisito duermen ya el sueño eterno.

Lo que le hizo grande fue el énfasis profesional que puso para que sus programas tuvieran unidad y mensaje, deudores de una estructura ideológica y elaborados alrededor de una idea artística que provocaba reflexión sobre la butaca. De ahí que los títulos (que huían del historicismo, puesto que miraban por encima del hombro del más allá) no fueran escogidos al azar, ni calibrando el gusto del gran público. El espectador se convertía en un elemento activo de la acción. Nunca se tenía la impresión de ser parte pasiva del engranaje, aspirando así a que el receptor sintiera que formaba parte de la escena (una pata más de la mesa).

Para honrar su memoria recuperamos el espléndido documental “Una temporada de Ópera” (2009) grabado durante su provechosa y polémica etapa como mandamás en París. Canal Arte encargó a Richard Copans (coautor de la serie de culto Architectures) un retrato catódico sobre su figura. Con una puesta en escena muy deudora del maestro Werner Herzog (sobre todo de su documental dedicado al Festival de Bayreuth), este homenaje acaba finalmente erigiéndose a mayor gloria de sus arriesgadas propuestas. El realizador, en vez de ofrecernos un retrato del gestor al uso, prefiere ojear (con acierto pleno) el todo antes que detenerse ante el individuo, resultando un contemplativo y mitificador poema sobre el titánico esfuerzo conjunto que supone poner en pie una representación, amparándose su bien visible cámara en casi todos los participantes al reto físico y creativo, sin importar rangos ni apellidos, saltando así de la Kundry de Waltraud Meier al pintor de brocha gorda, de los jóvenes del Coro a una de las peluqueras, de un aula de Instituto donde se lee a Da Ponte hasta los containers donde dormita el patrimonio escénico.

La propuesta resulta fascinante gracias al uso exclusivo del plano secuencia, que otorga al documento una continuidad y fluidez casi musical, saliendo indemne del riesgo que suponen estos envites, ya que el director jamás sabe de antemano lo que le va a deparar el plano (el milagro del cine captando esa vida segregada al Teatro). Espiamos al viejo zorro agazapado en la sombra mientras asiste a los ensayos de Parsifal del tándem Haenchen-Warlikowski. Le vemos cual predicador (de pie y micrófono en mano) en las ruedas de prensa (explosivas vorágines de sapiencia), leyendo en su despacho las hirientes cartas de los “admiradores” o bebiendo vino tinto (su otra gran pasión) junto a los ricachones benefactores (sin apostillar nunca juicios de valor sobre los encausados). Algunas de las frases que salen de su privilegiada boca habría que esculpirlas en los dinteles de muchos Teatros: “hacer una programación es algo sensual, no es solo enviar un telegrama al público”; “me interesan las obras que se basan en la condición humana y en la lucha por la libertad”; “hay que creer en cierta utopía”; “lo nuestro es algo espiritual, como hacer Teatro filosófico”…

En la entrevista que se acompaña como extra, hablando ya castellano desde su despacho del Real (confiesa que la primera vez que lo vio, su austeridad le hizo pensar que se trataba de una prisión), dialoga sobre los lazos flamencos con nuestro luminoso país, el amor por nuestra pintura, su afán por renovar el patio de butacas (buscar savia nueva) y su lucha para que el Coliseo dejara de mirar al Palacio girándose hacia la ciudad y convertirse al fin en un centro cultural de todos y para todos. Con su desaparición este mundo es hoy un poco más pobre, atrasado, maleducado e inculto.

Javier Extremera

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