Música clásica desde 1929

Discos recomendados de Ritmo

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Ritmo NOVIEMBRE 2014 - Núm. 879

SCHUBERT: las Sonatas para piano completadas.

Daniel Barenboim, piano.

 DG, 4792783  (5 CDs)



La crítica

RISAS Y LLANTOS

Son completas, pero no todas, sino las completadas por Schubert; es decir once, quedando fuera los numerosos fragmentos de Sonatas que el compositor nos dejó. A decir verdad, la única obra importante que no aparece en este álbum es la Sonata en do mayor D 840 “Reliquia” (1825), cuyos dos movimientos (Moderato y Andante) quizá forman una unidad tan sólida como los de la Sinfonía “Inacabada” (Sonata que, por cierto, Barenboim grabó, también para DG, en 1977). Dos cosas me han llamado la atención al escuchar este álbum: la fenomenal toma de sonido, llevada a cabo en los famosos Estudios Teldex de Berlín; y, mucho más importante, que a sus 71 años Barenboim sigue en plena forma para tocar su instrumento, al menos en estas obras, que sin requerir lo que entendemos por un virtuoso, no son precisamente fáciles de tocar. Pues bien, la ejecución es siempre limpísima y el sonido, inconfundiblemente suyo, es a la vez Schubert puro, de una belleza extraordinaria y capaz de una gama dinámica enorme diversificada en mil estratos, así como de una excepcional riqueza de matices en la pulsación.

Esto es lo que me ha llamado la atención; lo que me la ha llamado menos es el éxito final de esta tan ardua empresa, porque confiaba en la sabiduría y en la madurez del pianista, pero ha superado mis expectativas. Porque son obras que, al menos en público, Barenboim ha tocado poco, salvo en los últimos meses. Y estamos hablando de parte de la literatura más difícil de interpretar de todo el repertorio, mucho más comprometida que las piezas breves de su autor (Impromptus, Momentos musicales, etc.). Así lo han admitido muchos grandes pianistas, Arrau por ejemplo. Y a la vista está, a juzgar por los resultados en buena parte de la discografía, y en el hecho de que muchos de los pianistas importantes no le han hincado el diente a estas obras: algunos tienen una Sonata grabada, o ninguna; rara vez varias. Y no es esa la atención, de ninguna manera, que estas magníficas obras reclaman.

Barenboim posee la experiencia y el genio para hacerles frente, y la verdad es que parece haberse tomado la empresa muy en serio. La experiencia le viene sobre todo de su larguísima convivencia con la música de Beethoven, el compositor idolatrado por Schubert, pero al que supo resistirse como creador. Es decir: dominar la música de Beethoven es muy conveniente, pero no debe abordarse a Schubert como una prolongación de aquél, pues la personalidad del autor de Rosamunda es muy diferente de la de su antecesor. En el caso de estas obras, el conocimiento a fondo de la sonata clásica es fundamental, pero teniendo bien presente que Schubert no siempre aplica la forma según las reglas heredadas, sino de modo muy personal, y apasionante por cierto. (Estas Sonatas “inauguran un mundo nuevo y permiten formarse una idea de lo que significa realmente el Romanticismo en la música: una original interacción de conmovedoras melodías, riqueza armónica y concisión rítmica que no se ve constreñida por formas excesivamente estrictas, sino que se encuentra sostenida, sin embargo, por una extraordinaria sensibilidad tímbrica y una expresividad inmensa y esencialmente omnipresente”, escribe Detlef Giese).

Humanismo schubertiano

El tan característico humanismo schubertiano, su dulzura, su inagotable inspiración melódica, no lo son todo en su música. Sus procedimientos son muy suyos y a las abundantes repeticiones temáticas que propone no es fácil (como le pasa a Bruckner) hacerles justicia, comunicarles toda la debida variedad de acentos y expresión. Es pasmoso cómo Barenboim ha sabido mostrar la consistencia y la lógica de tan peculiares procedimientos estructurales y también hacer frente al problema de esas numerosas repeticiones. Como decía Federico Sopeña, “si se le interpreta bien, esas repeticiones, tan fatigosas en otros compositores, son en Schubert bienvenidas una y otra vez, nunca cansan: es algo realmente misterioso” (cito de memoria lo que le oí decir en una conferencia).

Un último aspecto importante: tocando estas obras es fácil caer también en la dulzonería, para mí especialmente odiosa (dulzura y dulzonería son cosas muy distintas). Además hay pianistas a los que parece darles miedo emplearse a fondo en la tragedia personal de Schubert, mucho más omnipresente de lo que muchos piensan (sigue pesando mucho el viejo prejuicio de que Schubert es sólo delicioso, encantador). Sviatoslav Richter fue quizá el primer pianista grande que se libró por completo de este temor; el reputado Alfred Brendel no siempre supo hacerlo (en contra incluso, a veces, de lo que él mismo decía sobre la música: una cosa es explicarlo bien con palabras y otra bien distinta llevarlo a la práctica tocando). Pues bien, Barenboim lo aplica sin rodeos en, al menos, algunos momentos de todas estas obras: él ha dicho en alguna ocasión que en la música de Schubert se dan a menudo la mano la sonrisa y el dolor. Y lo pone en práctica con todas las consecuencias, si bien en ciertas sonatas predomina abiertamente ese último.

Las Sonatas, una a una

De las tres primeras, de 1817, sólo la Sonata en la menor, D 537, quizá la más interesante, ha recibido la atención de varios grandes pianistas. Por ejemplo, Michelangeli la grabó para DG en 1981, y ese mismo año la incluyó en un recital que EuroArts publicó en DVD. Versiones, por cierto, admirables, aunque un poquito frías y rígidas. Más aún me gusta la de András Schiff (Decca, 1994), quizá la más lograda de su serie. Pero Barenboim la lleva al punto más alto, destacando la excepcional delicadeza y sensibilidad en el episodio final del Allegretto quasi andantino, y en el sutil juego de luces y sombras que pueblan el Allegro vivace. La Sonata en mi bemol mayor D 568 es acaso la obra más delicada de la colección. Quizá es Elisabeth Leonskaja (Teldec, 1994) la que más había destacado en ella. También Barenboim se alza por encima de sus colegas gracias a la ternura y el encanto de que dota a las partes danzables, con rubatos en extremo sutiles. El recatado e interiorizado Andante molto es inolvidable, como el humor cambiante, con leves vaivenes agógicos, del final, Allegro moderato.

Aunque no pueda compararse a las venideras, la Sonata en si mayor, D 575, también es una obra considerable, cuyo tema inicial parece emular a Beethoven por su dramatismo y poderío. Muy enigmático suena en sus manos el Andante, cuya sección central desata una inesperada violencia. Despacioso y muy cantabile el Allegro giusto final. Quizá era Uchida (Philips, 1999) quien más me había gustado hasta ahora.

La Sonata en la mayor D 664 (1819) es una de las más interpretadas de su autor. El primer movimiento suele ser amable y muy cantado (Arrau, Leonskaja, incluso Richter: excelentes los tres). Barenboim, a contracorriente, es menos plácido, entregándose mucho más de lleno a su dramatismo. Casi desde el comienzo mismo se aprecian sombras nada tranquilizadoras, que desembocan en una sección de desarrollo muy poderosa y apasionada, tras la que vuelve, no del todo afianzado, el consuelo. En el severo Andante el dolor es íntimo y conmovedor. Concediendo un valor muy hondo a las modulaciones, algunas frases son de gran negrura, otras de abierta rebeldía. Los contrastes anímicos del Allegro final se acentúan mucho, llegándose a momentos muy turbulentos.

Sonatas de madurez

Llegamos a las obras de madurez: esta Sonata en la menor, D 784 (1823) es una revelación: el comienzo mismo es ya atormentado, alcanzándose pronto una explosión desesperada. La súplica y la cólera se suceden una y otra vez. Fuertes saltos dinámicos y silencios cargados de sentido. Con la repetición se agudizan los contrastes y la desesperación. El desarrollo, ferozmente dramático, se diluye en amarga ternura: la lucha es tremenda. En el Andante no se alcanza la paz, predomina el escalofrío: la aparente calma no tarda en erizarse. Tras ello, un vano intento de evadirse de la angustia. El Finale es una explosión brutal de cólera, pero desde el infierno se atisba varias veces el cielo. Finalmente se impone, con la mayor crudeza, el infierno. Escuchando esta interpretación comprendemos que ni siquiera Beethoven llegó más lejos en trágica rebeldía.

Tras un comienzo relativamente despreocupado, el clima se va enrareciendo poco a poco en el Moderato de la Sonata en la menor D 845 (1825). Pero la coda (de la que Brendel ha dicho: “el patetismo crece hasta dimensiones apocalípticas”) no alcanza aquí el enorme tremendismo de la genial versión de Lupu (Decca, 1979). Sin embargo, en los tres movimientos siguientes, el pianista rumano no llega a tocar fondo tanto como su amigo el argentino: los brotes dramáticos en ciertas variaciones del Andante, poco mosso van más allá; el Scherzo es más sugerente, y los cambios de humor del vigoroso Finale aportan una riqueza psicológica insólita.

En la “Gasteiner Sonate”, en re mayor, D 850, también de 1825, tras un enérgico (muy orquestal) y desenvuelto Allegro vivace, el extenso Con moto oscila entre la introspección y la rebeldía; todo se desarrolla con una fluidez y una lógica que no hallamos en otras versiones (entre las que encuentro acertados, sobre todo, a los rusos Richter –Praga, 1956– y Gilels –RCA, 1960–). Recreadísimo, cantado, bailado con sutilísimos rubatos, el Scherzo, y con constantes cambios de humor (momentos muy escarpados, otros misteriosos) el rondó, de hermético final. Antológica recreación.

En la Sonata (o Sonata-Fantasía) en sol mayor, D 894 (1826) el comienzo mismo conmueve por el clima creado, doliente y de un misterioso desasosiego. El danzable segundo tema puede parecer risueño, pero está imbuido de una inefable melancolía. Con un tempo globalmente amplio, Barenboim lo modifica una y otra vez con habilidad y sutileza extrema, reflejando un asombroso caleidoscopio de sentimientos. La sección central desemboca en una sobresaturada angustia, planteándose suplicantes preguntas que no hallan respuesta. Se alcanza un aterrador clímax (10’30”: Schubert pide fff, aunque casi ningún pianista le hace caso), tras el cual las melodías anteriores adquieren un significado diferente. Este episodio, que en manos de Arrau, Ashkenazy, Brendel o Leonskaja es mayormente contemplativo, se convierte aquí en algo bien distinto. Tras el profundamente dramático segundo tema del Andante, el consuelo (o el anhelo del mismo) resulta enternecedor. Sorprendentes, inesperados cambios de humor, una vez más. De ensueño el trío del minueto, mecido y acariciador. Maravillosa la flexibilidad de tempo y dinámica en el Allegretto conclusivo, entrañable, sonriente o melancólico, dando todo su sentido expresivo a las sorprendentes modulaciones.

Las tres últimas Sonatas, del último año de su vida, 1828, fueron compuestas como se sabe en el increíble lapso de un mes, ¡en el que también compuso el monumental Quinteto para cuerda! La Sonata en do menor, D 958, parece emular a Beethoven por la energía y el dramatismo del Allegro inicial, cualidades que Barenboim resalta con la mayor elocuencia, sobre todo en la turbulenta sección de desarrollo. Rematadamente pesimista el apretado Adagio, que anticipa el clima del Viaje de invierno, con un fiero, impresionante clímax. Muy rubateado el trío del minueto. En el Finale (“una cabalgada desenfrenada, aterradora por sus dimensiones y su furia ininterrumpida”, escribe Brigitte Massin) el extremadamente flexible juego agógico y dinámico permite alcanzar una inusitada diversidad expresiva. De nuevo es Lupu (Decca, 1982) quien más me había convencido en esta obra, seguido de cerca por Uchida (Philips, 1998).

El Allegro inicial de la Sonata en la mayor D 959 suena beethoveniano y schubertiano a la vez. Unas frases como ensoñadas van cobrando más y más dramatismo. Los fraseos son de libertad y variedad extrema, pero todos están absolutamente justificados por una lógica incontestable. La interrogante conclusión parece mirar a la Sonata “Tempestad” de su gran antecesor. El Andantino pasa por ser uno de los episodios más sorprendentes de su autor a causa de su sección central, “momento alucinante de pura improvisación, con armonías sucesivas, que desemboca sobre un extraño diálogo de preguntas y respuestas” (B. Massin), frases de las que Barenboim destierra el virtuosismo un tanto vacío de varios de sus colegas, haciéndola más extraña e inquietante. Es dudoso que en la vuelta a la sección A se alcance la paz. Sólo en el Scherzo se logra, pero brevemente, pues en el Finale reaparecen aquí y allá los más sombríos presagios. En mi opinión, sólo Leonskaja (Teldec, 1993) había hecho plena justicia a esta partitura.

La última Sonata, en si bemol mayor, D 960, es sin duda la más transitada por los pianistas, y en ella Richter (Eurodisc, 1972), seguido de cerca por Uchida (Philips, 1998) y Kissin (RCA, 2004) habían dado lo mejor de sí. Lejos de la celibidachiana y genial lentitud con que Richter desgrana el Molto moderato inicial, Barenboim, en su tercera grabación (tras DG, 1978 y Erato, 1993) hace por fin la repetición que alarga hasta veinte minutos el episodio. Aunque supera sus aproximaciones anteriores (me gusta algo más la primera que la segunda), tal vez no llega tan al fondo como en las dos Sonatas precedentes. Huye del casi letargo de los tres pianistas citados, planteando una acusada indefinición e incertidumbre que genera expectación y zozobra. Solventa el mayor problema que presenta esta música, el peligro de caer en la monotonía (de tantos), gracias a una sabia planificación de las tensiones y a dotar del mayor sentido a los silencios y a las audaces modulaciones, en varias de las cuales parece que por un momento nos quedamos sin suelo bajo los pies. El Andante sostenuto transmite la mayor desazón: tras la escalofriante sección central, la repetición suena más desolada aún. El ligero Scherzo no se libra de un trío poco tranquilizador. Y el despreocupado y encantador Finale es sacudido bruscamente por dos ataques de negras nubes.

Ángel Carrascosa Almazán

http://www.youtube.com/watch?v=5P2WwenKBck

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