Goerke, Harteros, Nylund. Staatskapelle de Dresde / Christian Thielemann.
CMajor, 728908 (2 DVDs).
EL EXTRAÑO CASO DEL DOKTOR STRAUSS Y MR. HYDE
Siguen llegando hasta nuestra orilla restos del naufragio que provocara el año pasado el 150 cumpleaños de ese esclavizador auditivo, que fuera Richard Strauss, personalidad compleja y fascinante donde las haya en la Historia de la música occidental. Influyente e inabarcable explorador de los laberintos de la condición humana, fiel reflejo de una forma agónica de entender la creación musical, pues fue su mano la que tuvo el agrio privilegio de clavarle la tapa del ataúd a toda una era. Los DVD que proponemos (ambos con subtítulos hispanos) rememoran su necesaria (hoy más que nunca) figura. Pese a que comparten planteamientos, imágenes e incluso discurso narrativo, ambos se antojan complementarios y casi supeditados, pues el documental (la vida) no se puede concebir sin el concierto (la música). Con ellos podremos desenmascarar tanto al músico como al hombre, pues resulta asombroso como de ese apacible y hogareño núcleo familiar pudiera surgir tanto dolor, nerviosismo y amargura, tantos alaridos y sueños rotos. Un Dr. Jekyll que por sortilegio del cine nos descubre a ese Mr. Hyde que siempre llevó dentro y que solo se divisaba cuando se sentaba frente al papel pautado. Al igual que Kafka (con el que coincidió en tiempo pero no en espacio) logró llevar una doble vida. Si era impensable que un tuberculoso y enclenque judío bohemio, que trabajaba de día en una Compañía de Seguros y que escribía de noche, pudiera tener entre sus entrañas un desgarrador y enfermizo universo de caos, pesadilla y demonios, también resulta insólito como éste bávaro de bigotito recortado, con pinta de empleado de banca, casado una sola vez y cuyo mayor placer en la vida era jugar naipes de skat, fuera amo y señor de un intransferible y freudiano submundo dominado por el sufrimiento, la desilusión y la culpa, alejado completamente del que encontraba alrededor de su chimenea.
La que fuera refugio durante casi toda su carrera, la Ópera de Dresde, le organizó el año pasado (el mismo día de su nacimiento) su particular homenaje. Para ello se rodeó de un elenco de ensueño. Sobre el escenario fragmentos de esas nueve óperas que el muniqués estrenó entre sus pulidas piedras. La orquesta titular del foso de la Semperoper, la excelsa y cada vez más estimulante y arrolladora Staatskapelle de Dresde, sería masajeada por la mano maestra de un Christian Thielemann que sigue emperrado en demostrar (incluso a los más ciegos) su señorial valía. Él ha sido capaz de sacrificar repertorio para poder profundizar más en la sima de la música germana y en esa “tradición” que tanto ama y venera (hoy posiblemente sea uno de los pocos al que se le podría acuñar con todo merecimiento el título de Kapellmeister). El trío de sopranos tampoco se quedó atrás: poderosísima Christine Goerke en plan Jessye Norman (Elektra y Salome) cortando respiraciones en el registro grave (¡como resuenan los “Tot” o su demoledor “Agamenón!”), la leona sin domar de Anja Harteros (Arabella) y la celestial Camilla Nylund (Die ägyptische Helen y Daphne). El programa también nos permite ver la evolución del joven al anciano Strauss, ese explorador que de la mano de Elektra llegó ante un frío precipicio. ¿Seguir o retirarse? Ese fue su gran dilema. Eligió no tirarse al vacío y volverse sobre sus propios pasos (imposible entender al viejo sin conocer antes al joven).
El Strauss de Thielemann (con su habitual economía de gestos) es arrebatador y fastuoso, refinado, matizado y de texturas transparentes, wagneriano y arrebatador en su pulso métrico, gustando siempre de enfatizar la oscuridad y la melancolía que lleva adosada esta seductora música. De su mimada Staatskapelle extrae colores y resonancias tan densas que atolondran nuestros oídos, sin renunciar jamás a la búsqueda de la belleza del sonido más puramente straussiano. Conmueve sus dotes en la primera secuencia de Valses del Rosenkavalier, donde el fantasma del mismísimo Carlos Kleiber parece contagiarle en su magistral sentido del rubato y del galanteo vienés. Una auténtica delicatesen, como el emotivo Interludio de Intermezzo.
En el documental que se incluye, “Mi Richard Strauss”, el berlinés se desnuda ante la cámara elogiando sin cansancio al compositor. Sobrexcita verle merodear por la casa catafalco de Garmisch de la mano de su nieto o manosear las partituras originales de los estrenos (con anotaciones autógrafas). “¿Qué somos sin tradición?”, se pregunta, “¡no somos nada!”, en lo que quizá sea la llave para descifrar su estilo. Divertido el verle repasar las diez reglas básicas que el propio Strauss estableciera como ley para aquellos directores que se atrevían en los años 20 a dirigir sus óperas. El tercer mandamiento dictaba: “dirige Elektra y Salome como si las hubiese compuesto Mendelssohn, música de hadas”. El maestro lo desmantela preguntándose porqué entonces no escribió las obras para una plantilla orquestal mendelssohniana, o el porqué de tanto forte y fortissimo. De antología.
Javier Extremera