Mi querido Purcell no figura en un hipotético Top 3 de “barrocazos superventas”, pero su Dido y Eneas sí posee ese estatus de imprescindible, aunque Purcell seguramente tenga cosas aún mejores. Esa etiqueta hace que abunden las grabaciones, lo que complica la vida a los nuevos que se aventuran en la búsqueda de algo realmente interesante; consecuencia: dobla el mérito de Bates y su gente, que consiguen un refresco muy personal y selecto de una obra que a veces roza lo manido.

Y es que a mí me ganan de entrada con la verdad con que atacan el allegro de la obertura y la violencia del continuo: vivan las calorías. Tiene sus cosas también, porque a uno le habita en la cabeza una Dido más delicada y frágil que esta de Barron y no me convencen sus ataques al agudo buscando la afinación, mientras flirtean con un portamento feo; o la irregular intervención de Mead. Y es que el cromatismo purcelliano es fastidiado de gestionar, hay mucha quinta hipersónica y la línea entre la flexibilización dramática y desafinar resulta peligrosamente delgada.

Es por ponerle pegas, porque la sección del Mal me chifla, con tremendas brujas y hechiceras, una impresionante danza de las furias y un genial derroche de sensualidad en Gitter ground at dance. Los pelos como escarpias con el sobrecogedor Lamento de Dido, claro, y conclusiones: qué retórica tan perfecta, qué altura inventiva y creatividad, qué riqueza de ideas tuvo siempre Purcell, o sea, qué música más buena y qué bien la hace Bates.

Álvaro de Dios