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Crítica / Brahms ayer, hoy y siempre - por Gonzalo Pérez Chamorro

Madrid - 05/02/2024

En un hermoso diálogo de Roma, el filme de Adolfo Aristarain, el personaje de Pepe Sacristán, el longevo escritor Joaquín Góñez, mientras escuchaba a todo volumen en su equipo hi-fi las Sinfonías de Brahms, le indicaba a un joven periodista que escudriñaba sobre su vida y que para nada sabía de la existencia de Brahms, de lo “afortunado que era por desconocer estas músicas y por la oportunidad de descubrirlas por primera vez… Como el primer beso, o el primer amor”, creo recordar… Si alguno de los espectadores de los recientes conciertos en Ibermúsica de la Orquesta Filarmónica de Múnich con Zubin Mehta no habían dado ese primer beso y desconocían los efectos secundarios que provoca Brahms, estarán experimentando mariposas en el estómago y otros efectos secundarios diagnosticados como “síndrome de Stendhal”. Porque Brahms es, además de mil cosas, belleza en estado puro.

Y una belleza como esta se sirvió de una manera prodigiosa, de manos de un maestro otoñal como Zubin Mehta, que regresó a Madrid y España con su querida Ibermúsica (mantiene una estrecha amistad con Alfonso Aijón). Lo hizo con la orquesta de la que es director honorífico, la Filarmónica de Múnich, ciudad que comparte trono orquestal con las mejores de Europa, acogiendo también nada menos que a la Sinfónica de la Radio de Baviera. Y para estos dos programas dedicados íntegramente a Brahms, escuchamos ambos días en los dos Conciertos para piano que escribió el hamburgués ("pintados" al óleo, densos como una espuma de mar nórdica), al pianista Yefim Bronfman, un maestro de los “de antes”, de una seriedad y eficacia enorme, al que sacarle una sonrisa mientras toca cuesta tanto como ponerle pegas a cualquiera de las Sinfonías de Brahms.

Mehta escogió las Sinfonías pares, Segunda y Cuarta, quizá las más queridas por él. Se atisba en su dirección el rayo de luz que se le abrió tras superar el cáncer y del que nos llegaban fatídicas esperanzas, pero esas esperanzas que el maestro hindú nunca perdió, son las que ambos días el auditorio en el que no cabía un alfiler aplaudió desde el primer momento en que el director, con paso muy lento y algo inseguro, asomaba su figura por el escenario, escalando los dos peldaños puestos para él hacia el podio con dificultad pero firmeza, donde le esperaba una silla para dirigir sentado. Con 87 años es muy posible que no lo volvamos a ver dirigir (no por un desenlace, sino por las cancelaciones que provoca su edad), pero estoy seguro que este viejo león morirá rugiendo con su batuta si la salud se lo permite.

Hablar del Brahms de Mehta es hablar de hondura, de naturalidad, de intensidad, de inteligencia o de pasión, entre otras muchas cosas, pero pasión nunca desaforada, pues Brahms es “música pura”, como lo puede ser Bach. Mehta la concibe como un desarrollo orgánico que crece y alcanza estados de puro éxtasis, siendo de la partitura un fiel transmisor (no es director de “autor”, por así decirlo). De la Segunda Sinfonía, la expansiva narrativa del primer movimiento evocó a Bruckner (los tempi, por lo general, tildaron a más lentos de lo normal), especialmente en la coda, creada desde una chistera que consiguió sacar lo mejor de una orquesta con una cuerda centroeuropea de la mejor estirpe. El Adagio nos ensimismó en un proceso evolutivo hacia un clímax extasiante y de una emotividad sin igual, mientras que la relativa seriedad que imprimió al Allegretto (con un oboe superlativo) dieron paso a un Allegro final en el que Bruckner, en las transiciones, volvía a mirar con el rabillo del ojo a su colega de Hamburgo desde su humilde morada de San Florián.

Quizá la Cuarta Sinfonía, favorita de muchos, no alcanzó los niveles estratosféricos de la Segunda, a pesar de los logros muniqueses, en especial en el Andante, dirigido con el conocimiento de toda una vida; la fluidez y la hondura (dos elementos que en Brahms se unen de manera natural y necesaria) transmitieron un estado de elevación que pocas veces se da en un escenario.

A la parte pianística de los dos Conciertos no se le puede poner muchos reparos, ya que Bronfman tiene el "sonido Brahms" y su conocimiento de esta música alcanza cualquier rincón oculto para muchos otros. Aun así, su descomunal técnica se vio un poco comprometida en el Allegro appassionato del Segundo (es quizá el concierto para piano más complejo de interpretar, que no de tocar, de toda la literatura pianística), dejando un deslumbrante y bellísimo Andante, verdadera música de cámara incrustada dentro del titán sinfónico que es el Segundo Concierto.

En el Primero, quizá hubo un desajuste de equilibrio de fuerzas entre orquesta y piano (es una auténtica “sinfonía con piano”), con unas trompas no igual de certeras que el día anterior y con un volumen que tapaba en ciertos momentos al piano (recuerdo una grabación de Mehta con Rubinstein de esta obra en la que este primer movimiento se ofrecía en estado de gracia; pero los ingenieros de sonido no trabajan en un concierto vivo, añado...).

Sin contaminación externa alguna (modos interpretativos acuñados como originales o creativos), Bronfman dejó un Andante de ensueño, con una pulsación (la digitación que empleó para ambos conciertos es de la escuela rusa) que mantenía el peso de la nota a pesar de tocar en pianissimo, doblando a la orquesta en sus temibles trémolos del movimiento inicial con una energía propia del mejor linaje de pianistas brahmsianos de la historia.

Muy enternecedor ver como Mehta invitaba a Bronfman a responder a los aplausos con un regalo (un Nocturno de Chopin y la Arabeska de Schumann en ambos días), siendo el propio Mehta oficiante en esta liturgia de propinas con la Orquesta de una Danza Eslava de Dvorák y otra de Brahms, con un instinto innato para la seducción de públicos, como lo es Brahms por sí mismo. 

Gonzalo Pérez Chamorro

 

Orquesta Filarmónica de Múnich / Zubin Mehta

Yefim Bronfman, piano

Obras de Brahms (Sinfonías 2 y 4, Conciertos para piano)

Ciclos de Ibermúsica, Auditorio Nacional de Música, Madrid

 

Foto: © Rafa Martín - Ibermúsica

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