Música clásica desde 1929

OPINIÓN / Pandemia y la Mariscala (por Arnoldo Liberman)

17/06/2020

"En el examen de la enfermedad ganamos sabiduría sobre la anatomía, la biología y la fisiología. En el examen de la persona con enfermedad ganamos sabiduría sobre la vida". (Oliver Sacks)

En estos días aciagos de confinamiento y nostalgia hemos tenido oportunidad de ponernos nuevamente en relación con ciertos momentos vividos en intensidad y emoción, quizá como rebeldía frente a la amenaza que nos circunda cotidianamente. En una de esas tardes regresé a uno de mis amores más sustantivos: El caballero de la rosa de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal, una de mis óperas preferidas, sentimiento que hemos compartido visceralmente con mi querido amigo Alberto Ruiz Gallardón. Fue él quien me acercó a este pensamiento del inmenso guionista y que siempre me ha acompañado: "Amo la vida, y por mejor decir, amo sólo la vida".

Con Strauss y Hofmannsthal los melómanos hemos construido un tandem ejemplar (no olviden que tándem es una bicicleta en la que van sentados dos personas, una delante de la otra, compartiendo el esfuerzo de pedalear) a la altura de Mozart y Da Ponte o de Verdi y Boito, los tres auténticos mitos, mitos de la memoria musical que han ido conformando partes eternas de nuestra identidad de amantes de la música. Actúan en nosotros igual que los mitos de las distintas tradiciones, como referentes o como espejismos, como identidades concretas o como sueños, y están tan incrustados en nuestra conciencia y nuestras vísceras que nunca logramos arrancarlos por más que a veces la razón nos lleve por otros senderos. Además, y de verdad, no es necesario que eso suceda ni es aconsejable.

La lección más difícil de la tragedia griega (madre del mito), de su ética y metafísica, es la aceptación de este sentimiento que es parte, el mito digo, de la condición humana. En él el presente es una máscara del pasado y un sueño del futuro, la luz es oscuridad, la profecía engaño y la visión ceguera. Por eso los tandem citados son absolutamente contemporáneos. Si no tenemos rostros de atenienses es porque la historia ha seguido su curso, pero deberíamos tenerlo.

Y hablando de atenienses, recuerdo en este momento a la ópera Elektra del mismo tándem y como impresión imborrable un ejemplo: al final de la ópera, después de que Orestes haya asesinado a su madre Clitemnestra, Elektra termina bailando un vals orgiástico que corta la respiración. La opción de Strauss y Hofmannsthal no es baladí, siendo como ha sido el vals un ritmo que ha marcado una ópera y un Imperio idealizados que nunca más, creo, volveremos a vivir. Por eso Strauss deconstruye  el vals manteniendo el ritmo pero desafiando -como dice Jaume Radigales- su amabilidad melódica en una espeluznante solución a la que no es ajena la monumentalidad de su orquestación. Al final, el nombre  de Orestes repetido una y otra vez por Chrisotemis se nos antoja un grito por una Viena y una Europa definitivamente tocadas de muerte, pero que aún bailarán al son de un vals imposible, si no es sobre los cadáveres engendrados por la inminente tragedia europea.

Notable el comentario de Radigales, de una retórica inconfundible y conmovedora. El mismo agregará en otro momento: "Con Salomé, Strauss pone en escena el mito erótico (o directamente sexual) del ideal femenino, de la mano de un personaje que anuncia ya la Lulú a la que Wedekind dará forma teatral y Alban Berg (el discípulo subliminarmente díscolo de Schönberg, digo yo) su expresión musical.

Pero vayamos a nuestra Mariscala. Estrenada en Dresden en 1911, esta obra de la "finisecularidad nostálgica" -dixit Radigales- coincide con la muerte de uno de los grandes entre los grandes: Gustav Mahler. La figura de la Mariscala planea en toda la ópera y es ciertamente una imagen de la nostalgia por el paso del tiempo, expresada como ícono de María Teresa de Austria, cuya época es evocada por el tándem, intentando a la vez rendir un otro nostálgico homenaje a Mozart y Da Ponte de "Las bodas de Fígaro".

Así como el vals psicótico de Elektra paraliza la respiración, es difícil resistirse  a asomar una lágrima cuando la Mariscala, en el primer acto ("Da geht er hin", ese ir hacia algún lado sin saber adónde) y en el último, en su despedida, reflexiona sobre el cuerpo que "aloja lo que somos..." y dejaremos de ser: ese "ja, ja" (no risa, sino “sí, sí”), que marca una secuencia hito en la historia de la ópera.

Karl Kraus, el ofídico periodista  de La antorcha, escribía sobre Hofmannsthal: "Hofmannsthal huye de la vida y sólo ama aquellas cosas que la embellecen". Es curioso que un pensador de la lucidez de Kraus no pudiera detectar la sorda lucha interna en la que se debatía el poeta, dividido entre un esteticismo brillante avalado por una formación exquisita y su inclinación a dar testimonio de los interrogantes existenciales y metafísicos que se hospedaban conflictivamente en su propio pensamiento. Hofmannsthal no es de aquellos que -como decía Schönberg- no reconocen la belleza del sueño ni siquiera cuando duermen ("ni siquiera cuando duermen sueñan", dicho más precisamente).

Después de su famosa Carta a Lord Chandos -en la que Hofmannsthal denuncia la crisis del lenguaje y su impotencia frente a una realidad desbocada- el autor forma el tándem con Strauss y cambia totalmente su orientación ideológica haciendo del teatro musical un instrumento de una nueva búsqueda. Hasta hoy su Jederman ("Cada uno") barroco se sigue representando tradicionalmente en el inicio de los Festivales de Salzburgo.

De allí Elektra, El caballero de la Rosa, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, Arabella, etc., testimonios incanjeables de esa metamorfosis del poeta. Todas ellas, de distintas formas, historias sobre el sentido metafísico de la existencia, el egoísmo de los seres humanos y sus posibilidades de redención, dentro de una mirada refinada y singularmente cristiana. Hofmannsthal abandona la tentativa de capturar el mundo en formas (Bilder) estéticamente perfectas y comienza a transmitir una experiencia real de la vida (Gebärde) en lo que ésta debiera ser. Adolf Loos y Arnold Schönberg fueron sus compañeros de ruta y Richard Strauss su alter ego musical, a pesar de la abismal diferencia de personalidad.  

Me centro más en El caballero de la Rosa por razones que ya he explicado y que ampliaré. Como epígrafe podríamos poner a la Mariscala en el acto I, en el momento en que dice:

"Ligero el corazón y las manos ligeras / tenerlas y tomarlas, tenerlas y dejarlas / A quienes no sean así, la vida los castigará / y Dios no tendrá piedad de ellos"

Como sabemos, Hugo von Hofmannsthal era el brote último de una aristocracia austríaca que no quería ver morir su entorno pero que tenía plena conciencia de lo irremediable de dicho destino. La ruina de los Habsburgo, la agonía del Imperio, despertaban en él un deseo desesperado y muchas veces omnipotente de regresar a las fuentes de salvar el refinamiento de una clase social a la que él amaba profundamente (una especie de "volver a casa" a la manera de la nostalgia en Kierkegaard y Heidegger). 

Hofmannsthal sabía que había que apearse de una nostalgia que no tenía futuro, pero  El caballero de la Rosa debía ser el Réquiem de dicha añoranza, el testimonio lúcido de una morriña que lo habitó toda la vida. Strauss opinaba que la "chillona grandilocuencia" expresionista del dolor de Elektra debía ser reemplazada por un regreso a los postulados del arte barroco, cosa que por otra parte no debía menos que satisfacer a su socio. Ambos -como dice Panoksky- intentaban "salvarse del bárbaro y sombrío mundo de Elektra".

"Hemos nacido el uno para el otro y juntos lograremos, sin duda ninguna, cosas hermosas, si usted me guarda fidelidad. La próxima vez compondré una ópera a lo Mozart". Sobre el sentido de la fidelidad de Strauss escribiré próximamente en RITMO.  La figura de Richard Strauss es una tentación para un psicoanalista. El tándem parece haberse divertido mucho en la gestación de esta ironía escénica y sin dejar de pensar en Susana, Fígaro o Querubino, Strauss diría más tarde: "He sido tan feliz trabajando en esta obra que casi estoy triste al escribir la palabra Telón al final".

Claro que la obra tiene todos los ingredientes que pueden divertir, desde su perspicacia e inteligencia hasta la comicidad de varias escenas, la concepción del erotismo y su abordaje muchas veces a nivel del sarcasmo, secuencias de auténtica poesía y dibujo de perfiles psicológicos de carácter universal.

Strauss, hablando de la Mariscala, dice: "Se siente vieja pero no es vieja más que a los ojos de un adolescente": un personaje definitivo entre los personajes femeninos de la historia del arte. Su donaire de mujer atractiva y adulta (quise decir adúltera, esa "relación sexual entre adultos") y su dignidad y talante de hembra -alguna vez la definí como "la Gioconda de la nobleza", por su dibujo tan enigmático como el de Miguel Angel- sostienen un refinamiento excepcional. Según Strauss, "la Mariscala en todo momento debe conservar su gracia vienesa y su ligereza, mostrar sus ojos a la vez húmedos y secos".

El vals -"esa droga más poderosa que el alcohol", decía Wagner- es otro gran protagonista de esta inmensa ópera. Uno de los personajes dice mientras se introduce el vals de Der Fledermaus (El murciélago): "mejor olvidar lo que no puede modificarse". Se trata de una Viena transfigurada, con sensibles guiños al paso del tiempo y, en consecuencia, intemporal. Además el vals tiene una forma circular y trata de una alegría que siempre huye para siempre regresar, aunque en determinado momento llegue a su acorde final (buena imagen para resistir la pandemia). Mientras se desarrolla tiene forma helicoide, es decir, como dice Claudio Magris, "traza una espiral de encuentro y separación, vecindad y lejanía, abandono y nostalgia, perpetua fusión y alejamiento súbito de dos individualidades que se entregan juntas a la misma onda manteniéndose siempre distintas". Todo es ambivalencia y contradicción.

El psicoanálisis había marcado a fuego dichas aparentes contradicciones y la simultaneidad de opuestos, ese "sí sí no no" del que habla el filósofo Emmanuel Levinas. Luego, ya en el preludio del tercer acto, un nuevo lenguaje asoma en Viena, con su séquito de fantoches y majaretas: se intuye el Erwartung de Schönberg. Cuando recibe el primer acto de manos de Hofmannsthal, Strauss le escribe: "La escena es incitante, muy fina, quizá demasiado para la gran masa, pero no importa. Usted es a la vez Da Ponte y Scribe". Y en ciertos momentos de tensión: "No se enfade usted porque yo aplique las espuelas a su Pegaso, pero es que esta ópera tiene que ser extraordinaria".

Strauss parece habitado de un fuego incontenible que, humorísticamente hará que en el carnaval de Munich, al año siguiente del estreno, fueran exhibidas triunfalmente efigies de los dos Richard: Wagner llorando y Strauss sonriente, seguido de ¡un escuadrón de caballeros de la rosa! El ideario de Hofmannsthal se expresa de esta manera en la llamada Ariadnebrief (Carta de Adriana):

"La metamorfosis es la vida de la Vida: ella es, propiamente hablando, el misterio de la naturaleza capta en su acto creador. Quien quiera vivir debe ir más allá de sí mismo y metamorfosearse: debe olvidar. Sin embargo, toda la dignidad humana va unida también a la perseverancia de lo idéntico, al rechazo del olvido, a la fidelidad. Esa es una de las contradicciones más insondables sobre cuyo abismo se levanta la idea del ser. Se trata de uno de los problemas a la vez simples y prodigiosos de la vida: la fidelidad; atenerse a lo que se ha perdido, aferrarse hasta la muerte. O vivir, seguir viviendo, superar, transformarse, sacrificar la integridad de la propia alma, y sin embargo preservar su esencia en esa metamorfosis, seguir siendo un ser humano, no hundirse al nivel del animal sin memoria"

Es evidente que para el gran autor lo uno y lo múltiple son los rostros de una misma moneda, singularmente simultánea. A Strauss le costaba comprenderlo todo (no olvidemos la diferencia de personalidad y formación) pero fue siempre fiel a una amistad que lo enriquecía sustancialmente, aunque lo más fecundo de ese vínculo se haya desarrollado a través de correspondencia. Quiero sumar a este breve recorrido el vínculo entre las dos esposas: una, la de Hofmannsthal, Gertrud Schlesinger, judía, y moderada en su vínculo matrimonial; la otra, la de Strauss, la famosa Pauline María de Ahna, soprano lírica, de carácter áspero e invasor y a veces con actitudes claramente antisemitas, especie de ama de llaves autoritaria que compartió con Strauss cincuenta y cinco años de matrimonio (recuerda mucho a la mujer de Heidegger).

Se cuenta -lo transmito con una sonrisa de duda- que mientras Strauss trabajaba en Elektra, lo interrumpía y lo enviaba a comprar leche "porque la criada está ocupada limpiando las ventanas". Strauss, sin chistar, se levantaba de su escritorio e iba. Luego regresaba a su oficio y seguía en la corchea en la que lo había abandonado. La misma Pauline decía: "No quiero ni oír hablar de Woyzeck, la obra de Buchner. ¿Cómo puede interesarme a mí el destino de un mísero subalterno?". Pauline parece haber tenido más influencia en la vida de su marido, pero eso nunca se sabe. Cuando Strauss le escribía a su socio indicándole algunas exigencias o señalándole errores, lo hacía sin cautela (con la honestidad del buen campesino) pero al día siguiente volvía a escribirle: "¡Por favor, no se irrite!". Hofmannsthal, no obstante, acepta en general los señalamientos de Strauss, se defendía diciendo: "No deseo forzar a estas dos criaturas inocentes, tan poco semejantes a las de la Walkiria o Tristán, a que se griten mutuamente en forma erótica, a lo Wagner". Insignificantes asperezas en un vínculo esencialmente amistoso y creativo.

Quiero señalar -el espacio apremia- la enorme influencia de Da Ponte en la creación del personaje de Octaviano, ese heterónimo de Querubino. Tiene una fuerte singularidad: el papel está asignado a una mezzosoprano que, haciendo de amante de la Mariscala, en cierto momento deberá disfrazarse de mujer. Como en la ópera de Mozart, la cantante debe protagonizar a un muchacho quien busca en ciertas secuencias asemejarse a una mujer, pero el espectador  sabe que es una mujer, quien debe interpretar a un hombre que pretende pasar por mujer. Este travestismo es la expresión misma de la ambigüedad del deseo, el deseo que genera deseo, el juego equívoco de la seducción natural. Y un logro psicológico de la fecunda creatividad del austríaco.

La música de Strauss es absolutamente única en su magnificencia melódica y en su riqueza estructural. El compositor que había llegado casi a los límites de la atonalidad en Elektra, se "vuelve atrás" (¿por cálculo, por miedo, por negligencia?) y compone una de las obras más hermosas que puede dar el torrente sinfónico. A la manera de Till Eulenspiegel, el músico hace gala de una capacidad inusitada para suscribir o refrendar el humorismo del guión, y por secuencias significativas coger el timón de la obra para llenarnos de corcheas. Las diversas peripecias burlescas de la comedia tratadas bajo la forma de un recitativo airoso y los pasajes líricos donde el "canto se eleva en volutas infinitas de un tiempo suspendido" (Jean-Jacques Velly) junto a ese colorido orquestal de enorme fascinación, son la muestra palpable de que un tándem genial había decidido regalarnos una joya. "Es tiempo y eternidad en un instante maravilloso", exclama Sophie.

El mundo interno de la Mariscala (que ríe con un ojo y llora con el otro), en su capacidad de renuncia de su joven admirador y retirándose de la escena con la solemnidad melancólica y la grandeza emocionada de una mujer dolida y experimentada diciendo ese mutis de puntillas con ese leve "ja,ja" que algunos consideran uno de los momentos más felices del teatro, todo ello me lleva, justicieramente, a recordar una anécdota que siempre llevo en el corazón: el 30 de abril de 1945, el mismo día en que Hitler se suicidaba en su bunker de la Cancillería, las tropas americanas de la 103 División de Infantería y la 10ª División Acorazada entraban en Garmisch y golpeaban con los nudillos en la casa de Strauss, Zoeppritzstrasse 42. Les abrió la puerta un anciano de cabello blanco que les dijo: "Soy Richard Strauss, el compositor de El caballero de la Rosa y Salomé". Casualmente (¿casualmente?) el teniente Milton Weiss que comandaba a los soldados era judío y melómano y lo reconoció al instante. De esta manera la casa quedó libre y durante las semanas siguientes Strauss recibió la visita de muchos soldados, músicos en su mayoría, que les llevaban como regalos, café, tabaco y gasolina, muy difíciles de obtener en esos días. Uno de los visitantes fue un oficial del cuerpo de inteligencia y oboísta de la orquesta de Pittsburg en la vida civil. Se llamaba John de Lancie y le preguntó a Strauss si alguna vez había pensado en componer un concierto para oboe, a la vista del protagonismo brillante de este instrumento en el Don Juan o Don Quijote, a lo que Strauss respondió con un lacónico "no".

Strauss tenía ochenta años y estaba cuestionado por su dudoso comportamiento durante el régimen nazi, a la espera del juicio de desnazificación. Dos años más tarde nacía el Concierto para oboe y pequeña orquesta dedicado a John de Lancie. Decía en esos días Strauss: "De mi siempre esperan grandes ideas, grandes cosas, pero no puedo soportar la tragedia de este tiempo. Quiero repartir alegría. Lo necesito". Y nosotros también, querido maestro, en estos tiempos de temor y dolor. Ah, lo sabemos, claro: el proceso de desnazificación lo declaró inocente.

La pareja de Strauss con Pauline tuvo un único hijo, Franz, que se casó con Alice von Grab-Hermannswörth, hija del industrial judío Emmanuel von Grab. Y quizá fue ésta una de las causas de la conducta de Strauss durante el III Reich: su nuera y sus dos nietos eran judíos y protegerlos de los nazis era para él su máxima ambición. Alice perdió 26 familiares en los campos de exterminio. Algún día me extenderé más sobre estas circunstancias para evitar precipitados juicios de valor. Para los que no lo saben, Goebbels había escrito en su diario: "Desgraciadamente todavía lo necesitamos, pero muy pronto tendremos nuestra propia música y ese día podremos prescindir de este neurótico decadente”. Strauss en carta del 17 de junio de 1935 a Stefan Zweig decía estas definitivas palabras: "¿Cree usted que alguna vez me he dejado guiar en cualquier acción por la idea de que soy alemán? ¿Cree que Mozart componía en ario?".

por ARNOLDO LIBERMAN

Foto: Elīna Garanča (Ovtavian) y Renee Fleming (Mariscala) en El caballero de la rosa de Richard Strauss, en la producción de Robert Carsen / © The Metropolitan Opera

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